Olatz Barriuso-El Correo
Los periodistas de ‘The Economist’ John Micklethwait y Adrian Woolridge publicaron en 2015 el ensayo ‘La cuarta revolución. La carrera para reinventar el Estado’, en el que defendían que la política se ha convertido en una suerte de «entretenimiento cómico» envenenado por la polarización y que reconducir esa deriva exige una apuesta más bien subversiva: renunciar a desatar las pasiones humanas mediante el ejercicio del poder y meterlas, en cambio, en vereda a través del ejercicio de una gobernanza mejorada y realmente eficiente. Un ‘buen gobierno’ que no significa necesariamente ‘más Estado’.
Algún eco de ese pensamiento se hizo reconocible en el discurso del lehendakari Pradales, que aprovechó su primera intervención en el foro ‘Expectativas Económicas’ organizado por EL CORREO y el Banco Santander para reivindicar que no todos los políticos son iguales. La idea puede parecer manida, recurrente en la era del populismo, las redes sociales y el auge de fuerzas extremistas. Lo importante era, sin embargo, el añadido: «Tampoco todas las políticas son iguales. No todos los partidos defendemos lo mismo».
Que el lehendakari se vea en la necesidad de recordar algo, en principio, tan obvio, es ya de por sí sintomático. Su intervención, ante los principales líderes económicos y empresariales del país, fue, en realidad, una síntesis de su pensamiento -y, por lo tanto, de lo que puede esperarse de su aún incipiente acción de gobierno- como contraposición a lo que representa su principal competidor, EH Bildu. Si la coalición soberanista ha decidido mimetizarse con el PNV para sobrepasarle en las urnas y sustituirle en el Gobierno, Pradales, que se sabe ungido con la hercúlea tarea de impulsar la remontada de su partido con la vista puesta en 2027, ha optado por distanciarse radicalmente de Arnaldo Otegi. Su advertencia sobre los peligros de sacralizar lo público y de la barra libre intervencionista es arriesgada en una sociedad que se escora, según los sondeos, hacia la izquierda y será tachada, seguramente, de neoliberal por sus rivales, pero le sirve para delimitar el terreno que pisa. Y, sobre todo, para combatir la especie tóxica agitada por Bildu de que, o se acerca a ellos -por ejemplo, dándoles entrada a un pacto, el de los Presupuestos vascos, en el que no les necesita- o no será capaz de acreditar pedigrí propio frente a la alargada sombra de Urkullu.
Los otros titulares que dio -su apuesta inequívoca por el Guggenheim de Urdaibai y la alianza con Canarias en pos de un reparto «justo» de los menores no acompañados- reafirman la idea de que, en una Euskadi que vota masivamente nacionalista siendo menos independentista que nunca, sólo se puede marcar la diferencia con un puñado de ideas claras. El que no arriesga, no gana.