Lo que no está descojonado amenaza con descojonarse. Las noticias caducan y se hacen más inquietantes de hora en hora. Sabemos que estamos al albur de unos líderes colegiales que no hacen otra cosa que echar aceite sobre su amodorramiento. Todo tiene esa letanía de ambigüedad del que no se sabe si amenaza o pone pañales para contener la primera consecuencia de esta pandemia, la diarrea. Y entretanto los tertulianos de los fondos perdidos no se cansan de repetir una y otra vez que no caigamos en el catastrofismo.
¡Pero si estamos viviendo en plena catástrofe, a qué vienen los pañales! Dejémonos de engañar a los creyentes y abordemos la realidad tal y como viene. Nadie está preparado para una pandemia y menos aún nosotros, que llevamos años diciéndonos monadas ante los espejos del poder. Es decir, que allí donde otros han de abordar una peste en pleno siglo XXI, lo que de por sí es tarea inconmensurable, para la que ni hay medida ni precedentes, nosotros hemos de añadir una caída sin fondo de la credibilidad de las instituciones, empezando por el Gobierno y pasando lista por la clase política. Sólo un deficiente mental, holgado de vanidades, puede decir al mismo tiempo que tenemos la mejor sanidad pública del mundo para luego añadir que no tiene ni zorra idea de qué hacer de aquí a mañana como no sea alertar de que viviremos tiempos difíciles.
Cuando un jefe político habla de horas siempre se refiera a días y si dice semanas es que en lo concreto se trata de meses. Preparémonos, lo que nos espera tendrá consecuencias de años. Los columnistas avezados en el monótono arte del barnizado del poder nos quieren precaver contra el derrotismo. Ejercen de orquestina del Titanic. Estamos sumidos en la derrota y para prepararse a aceptar nuestra condición de víctimas se necesita más valentía que para engolar la voz y gritar: ¿Quién dijo miedo? No es sólo que estemos acoquinados, que ya es un estadio para temer, es que nos encontramos inertes. Ya no hay fakes que nos conmuevan y que exijan comprobación; lo que afrontamos es una lluvia de mentirijillas y paliativos que apenas son capaces de cubrir la consternación general.
Hay gente, mucha, que se consuela viviendo de mentiras. Que si el fútbol, que si las procesiones, que si las fiestas tradicionales, porque la historia es una vacuna para ingenuos y para idiotas. Circulan manipulaciones para hacer culpables a los adversarios, como si eso nos aliviara de la que está cayendo, y en el fondo todo se resume en dos condiciones que los dioses no nos han concedido: una dignidad ética por parte de quienes han sido elegidos para dirigir el país y no sólo su sagrado trasero, y el pleno ejercicio de asumir la autoridad en tiempos de zozobra. O lo que es lo mismo, ética y valor. Es difícil con los mimbres que nos ha deparado la historia reciente hacer con eso un cesto. Somos tan buenos y libres que se nos ven las costuras.
Viene un terremoto y las estrategias para abordarlo reflejan el temor del Poder político a asumir responsabilidades que van más allá de sumar votos o formar coaliciones
No seamos catastrofistas, aseguran los fabricantes de catástrofes. ¿Acaso piensan que somos idiotas, por más que tengan motivos para creerlo, si a partir de este momento quedan en suspenso las elecciones en toda España, si la vida cotidiana sufre un embate que exige cambiar no sólo de costumbres sino de modo de vida, si la economía – siempre tambaleante- entra en crisis total porque hay que contemplar la obligación de pararla; que nos muramos de muerte natural, por consunción pero sin coronavirus?
No deja de tener su deriva sarcástica la exaltación del teletrabajo. ¡Todos a las redes! En un país que oficialmente tiene gran parte de su economía en el sector servicios y que el número de camareros no es ni siquiera contabilizable, ¿alguien se imagina cómo llevar eso desde el móvil? ¿Y la construcción, el otro paraíso perdido del empleo? Pasamos, pues, de la precariedad laboral a la pobreza pura y dura. ¿Que la Administración va a compensar las pérdidas? No nos dejemos engañar. Cómo lo va a hacer y desde cuándo, qué oficinas se habilitarán, ¿lo haremos por alta definición?
Todo está en quiebra, y lo que no está, pasa a la categoría de amenazado, pero los poderes públicos, por esa consuetudinaria manía de nunca decir verdades sino paliativos que se ajusten a sus mentiras, repiten que sobre todo no caigamos en el alarmismo y menos aún en el catastrofismo. Ahora que el coronavirus ha empezado a enseñorearse del Parlamento e incluso del propio Gobierno, ¿alguien tendrá la ingenuidad de que eso va revertir en mayor interés? Se equivocan. Sin apelar a la demagogia, por pura evidencia, ellos seguirán con sus emolumentos y no necesitarán ventanillas para damnificados. Usted y yo y millones de ciudadanos sí nos veremos ante un fenómeno que amenaza todo lo que se creía seguro: la sociedad establecida, la seguridad y el salario, ya fuera precario o menos.
Viene un terremoto y las estrategias para abordarlo reflejan el temor del Poder político a asumir responsabilidades que van más allá de sumar votos o formar coaliciones. No hace falta ser profetas de la fatalidad porque la estamos apenas vislumbrando, mientras no se cansan de repetirnos que lavándose las manos y llevando mascarillas se puede detener esa ola fúnebre que amenaza con arrastrarnos. Ya habrá guionistas de series televisivas preparando la alfalfa que habrán de consumir las víctimas en sus protegidas casas.
No hay catástrofe sin que haya beneficiados; lo que ocurre en esta ocasión es que la envergadura de la pandemia, su carácter internacional, el temor ante lo imprevisible… no consienten hacer ejercicios de literatura, aunque sea mala. Me sorprende, dentro de lo sorpresivo que resulta todo, el caso de Luis Sepúlveda, apenas apuntado por los medios. Este escritor chileno que se consagró con aquel hermoso libro ‘El viejo que leía novelas de amor’, residente en Asturias desde hace muchos años, entró en el hospital tras un viaje de trabajo a Portugal. Allí sigue, luchando por la vida en la Unidad de Cuidados Intensivos de Oviedo. No sólo por amistad ni por solidaridad gremial pero su caso tiene algo de metáfora de lo imprevisible que nos amenaza. Pilló el coronavirus en Oporto, lo trajo de Portugal a España y entró en coma. Nada reseñable ni extraordinario. Sólo esa amenaza de catástrofe, imprevisible, como una nota a pie de página de un libro que no escribimos nosotros, que lo redacta el azar. Por eso ante el miedo inevitable sólo cabe la dignidad de asumirlo y combatirlo.