El miedo.
Un miedo maligno, que se te agarra a las entrañas.
Un miedo vergonzoso que todo lo consume y que empieza a extenderse.
Un miedo que no siempre se expresa, pero que va y viene en las almas más frágiles, a veces como una musiquita, a veces como si fuera la cabalgata de las valquirias.
Uno piensa en La Fontaine y en sus animales enfermos de peste.
Uno piensa en aquel escritor de los años 20, Charles-Ferdinand Ramuz, que en su libro El gran miedo en la montaña mostraba cómo el diablo y el miedo van de la mano. Cómo el pandemonio de la bajeza humana puede multiplicarse por diez cuando surge un miedo irracional, así como la cadena de acontecimientos que más tarde conduce a una comunidad al suicidio.
Y luego está la obra teatro de Giraudoux, La guerra de Troya no tendrá lugar, que, diez años más tarde, frente a la monstruosidad que crecía y se henchía en la otra orilla del Rin, y mientras todo el mundo observaba un verdadero ejército tenebroso congregarse allende las aguas, era la expresión misma de un nihilismo francés que estaba en proceso de descomponer nuestra nación.
Ese miedo deprimente y asqueroso, ese miedo que quiere tener paz, pero sin hacer la paz. Ese miedo que mendiga la paz, que suplica la paz, ese miedo al que tanto le vale que las generaciones siguientes hereden una guerra aún más mortífera con tal de que se nos permita disfrutar de cinco minutitos más, de cinco años más de paz aterrorizada. Ese miedo que antaño nos hacía gimotear «no mueras por Danzig» y hoy «no mueras por el Dombás» es el que Putin quiere infundir.
Las amenazas de Putin.
Las bombas sucias de Putin.
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Putin sugiere, como quien no quiere la cosa, que París y Londres están a un clic y un supertorpedo Poseidón de distancia.
Y el espectro de la Tercera Guerra Mundial que sus idiotas útiles intentan resucitar.
Putin ha fracasado en todo menos en eso.
Putin fue derrotado en Kiev, Járkov, Lyman, Mikolaiev y Jersón. En resumen, en todos los escenarios donde ha tenido que enfrentarse al valor de los ucranianos.
Pero podría ganar esta batalla del miedo.
El nutridísimo bando de los que tienen miedo y que, de la derecha a la izquierda, y de la extrema izquierda a la extrema derecha, están dispuestos, por miedo, a cualquier cesión y deshonra, podría convertirse, si no nos andamos con cuidado, en el más numeroso de Francia.
Ese miedo, hábilmente destilado, que va in crescendo, esta feria de sudor y pánico con la colapsología de telón de fondo. Esa transformación de espíritus libres en criaturas adocenadas y empequeñecidas por la angustia se está convirtiendo en la principal arma de Rusia y en el principal enemigo de Ucrania.
No digo que no haya nada que temer, ni mucho menos.
Y por supuesto que hay que tener en cuenta los cálculos y las amenazas de un hombre enfermo de sí mismo, de haber perdido el poder, de su resentimiento y de su derrota histórica, de sus fantasías de una Gran Rusia y de una nueva Roma.
Pero, entre dos opciones, siempre hay que decantarse por una.
O nos lo tomamos en serio o hacemos oídos sordos cuando dice que «desde que me quitaron la alfombra roja que debía llevarme a Kiev, pienso atacar a los bálticos, a los polacos y a otros pueblos».
Y si nos ponemos serios, si nos lo tomamos en serio, entonces eso significa:
1. Que estamos en presencia de un espécimen particularmente atroz de la estirpe de los dictadores.
2. Que, frente a tipos de esa calaña, frente a un tirano capaz de cualquier atrocidad, frente a un estratega que está, por servirnos de las palabras de Clausewitz, contemplando una guerra que no es «interestatal» si no «absoluta», entonces la experiencia demuestra, o al menos debería dejarnos claro, que las concesiones, las traiciones o los pasos atrás nunca son la solución.
Va de suyo que debemos actuar con sensatez y prudencia.
Al mismo tiempo que trabajamos para derrotar al enemigo, debemos, como están haciendo los presidentes Macron y Biden, mantener abiertos los canales que permitan, llegado el momento, y cuando (y sólo cuando) los ucranianos lo decidan, poner fin a esta guerra.
Pero no se transige.
No se cede al chantaje ni a la pasión del miedo.
Y la primera pregunta que hay que hacerse es cómo enfrentarnos a esta prueba de fuego.
¿De pie o tumbados?
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¿Atentos, activos, vivos? ¿O por los suelos, con la cabeza enterrada como un avestruz, sin aliento, sin historia, sin motivos para seguir adelante, distraídos de manera irremediable, muertos ya antes de morir?
¿Debemos dejarnos subyugar por nuestros propios fantasmas y escabullirnos como si fuéramos liebres mientras el heredero del legado más sombrío del siglo XX amenaza con encender o apagar la luz? ¿O debemos, en medio de la guerra más «psicológica» de la historia, reafirmarnos en nuestros valores y razones para actuar?
Dignidad para los ucranianos que quieren ser europeos porque Europa es la patria de los que no quieren vivir como vasallos, temblando, rindiéndose ante sus asesinos.
Honor para Zelenski, que es, en estos momentos, el europeo que defiende con más garbo los logros de una civilización democrática que todavía no es más que una dolorosa esperanza y un sueño para tres cuartas partes del planeta.
Lo menos que se puede pedir a los animalitos asustados de Francia es que tengan ni que sea una pequeña parte del valor de Ucrania y de su presidente.