Arcadi Espada-El Mundo

Mi liberada:

La revolución de las sonrisas ha acabado siendo la de las lágrimas. Quien a hierro (sentimental) mata a hierro muere. Desde el 1 de octubre, circa, en todas las esquinas de Cataluña hay un hombre o una mujer que llora. Ha llorado Oriol Junqueras, ha llorado Marta Rovira, ha llorado Carme Forcadell, ha llorado Xavier Domènech, ha llorado Carles Campuzano, ha llorado García Albiol, ha llorado el futbolista Piqué y ha llorado Jordi Turull por citar a los especialistas más caudalosos. Yo creo que ni auténticos especialistas en los fluidos como mis amigos Santiago González (Lágrimas socialdemócratas, La Esfera, 2011) y Manuel Arias Maldonado (La democracia sentimental, Página Indómita, 2016) podrían prever hasta dónde iban a llegar las aguas. El espectáculo, porque no debe llamársele moralmente de otra forma, cumple los requisitos de la más obscena y elemental manipulación política. Cualquier hombre ha de desconfiar de sus lágrimas, sobre todo si se vierten en público. Las de Turull, exhibidas con gran generosidad en todos los medios el día de su ingreso en la cárcel por los gravísimos delitos contra la democracia que supuestamente ha cometido, son canónicas: más eficaz es una lágrima que cien escritos de defensa. Porque las lágrimas de estos presuntos delincuentes políticos operan en la argumentación central del Proceso, que es la de la legitimidad contra la legalidad. No hay lágrimas ilegítimas, dicen mientras lloran. Les ayuda, naturalmente, el drama que va aparejado. Es probable que Turull pase bastante tiempo lejos de su familia y de lo que ha sido su vida. Pero no está escrito que las lágrimas públicas deban ser la consecuencia automática, inexorable del drama.

Las lágrimas bajo los focos parecen hoy lo más natural, porque esta es una sociedad crecientemente sentimental. Los españoles acaban de pasar una fila de días llorando, por espitas abiertas en Las Hortichuelas, Lavapiés, Getafe y la plaza de la Villa de Madrid. Y ahora viene Semana Santa. Dejando de lado los impresionantes réditos que traen las lágrimas a medios y a políticos es posible que semejante apoteosis de lágrimas televisadas redunde en un aumento de la solidaridad intracomunitaria. Pero, incluso teniendo en cuenta el beneficio social, ante las lágrimas de estos revolucionarios catalanes es imposible no echar de menos la vieja y desusada palabra entereza. Entre otras razones porque, en el caso del que hablamos, es el zaguán de responsabilidad. Cualquiera que emprende un asalto de estas características contra lo moral y lo real debe saber que entre su previsible final está la cárcel. La falta de entereza no solo denota una inquietante falla intrínseca en el revolucionario, que si no es capaz de comerse las lágrimas de qué va a ser capaz en su arriesgado viaje a Ítaca. Es que, sobre todo, hace sospechar de su irresponsabilidad. Y la sospecha no se plantea solo respecto a los líderes, sino también respecto a los miles de llorones catalanes anónimos. No fueron capaces de perder una sola hora de trabajo o de ocio vacacional por la revolución frívola y grotesca que pusieron en marcha. Todo lo productivo que hicieron fue participar primero en la alegre y sentida sucesión de focs de camp que iba a llevarles a la independencia y llorar luego como terneros sentimentales (la expresión es de Pla, que también escribía xarnegos) cuando llegó la hora de caminar por las brasas.

La sesión de ayer, matinal infantil, del Parlamento catalán, o de lo que queda de él, resultó también instructiva respecto al valor y la calidad de las lágrimas independentistas. El presidente Torrent y los diputados afines se aseguraron de no cruzar el umbral que los habría llevado a llorar un día a la manera de Turull frente a la sede del Tribunal Supremo. Algo han aprendido. Pero refugiados en la impunidad parlamentaria, establecida por los ciudadanos españoles, se dedicaron a una sostenida y miserable difamación de la democracia española. Eran visibles los aprietos de algunos: tanta fue la acumulación de la porquería que, rozando ya su propia boca, llegó a convertirse en meritoria la tarea de seguir exhalándola. Esta es, en efecto, la gente que llora. Es natural. No se puede estar llorando sin tregua todo el día. A veces hay que escupir. La difamación rompió el habitual carácter de este tipo de ceremonias parlamentarias, donde el objeto es político, sea el gobierno o la oposición. Los diputados separatistas arrastraron por todos los fangos imaginables al Estado democrático, esto es a sus instituciones y a los ciudadanos que se ven representados en ellas. Su actitud no merece comentarios que no estén emparentados con las lágrimas. Como no los merecían cuando en vez de injuriar y calumniar mientras lloraban lo hacían mientras sonreían.

El doble fondo del nacionalismo catalán está muy descrito. La sorpresa desagradable e inquietante fue que ayer nadie defendiera en el Parlamento la democracia española. No lo hizo el vagabundo García Albiol, ante el que, dada su condición, hay que pasar rápido. Dijo algo así como que el pleno no había sido convocado en forma. ¡En forma después de tantos años de malformaciones! No lo hizo Miquel Iceta, ni nadie lo esperaba. Iceta es uno de esos tipos que hacen negocios en los entierros y en razón de sus principios trató de vender en el hemiciclo lo que vendió con el conocido éxito a los ciudadanos: lo gran presidente chimpón que sería, de cualquier cosa y con cualquier mayoría. Por el contrario a quien hay que tomarse en serio es a Inés Arrimadas. Porque ganó las elecciones y porque es la referencia del constitucionalismo en Cataluña. Su lamentable discurso, sin embargo, desnaturalizó todo ello. Arrimadas tiene un serio problema de fuelle. A los 3 minutos de discurso ya has oído todo su discurso. Pero esta vez el problema fue mucho más profundo. Toda su réplica consistió en decirles a los independentistas que ella, y los como ella, también tienen sentimientos.

Ni el gobierno ni los jueces han acertado siempre en su respuesta a los delincuentes. Desde el 9–N hasta el 155 Rajoy encadena una suma apabullante de errores, a los que hay que añadir su incapacidad policial y política para evitar que Puigdemont haga sus giras europeas de escarnio. Sobre la instrucción errática de Llarena baste preguntarle qué hace Artur Mas fuera del Proceso y por qué sacó de la cárcel a quien luego ha vuelto a meter con peor causa, reavivando un fuego que estaba en su rescoldo. Por no hablar de la retirada y reactivación de las órdenes de entrega: habrá que ver, aunque más bien habrá que creer, puro acto de fe, en qué medida el procesamiento de los nacionalistas cambia la renuencia belga a entregar a los prófugos para que sean juzgados por rebelión. Y recordarle, en fin, la suerte que tuvo el jueves de que la Cup parezca a veces una sucursal del CNI y no obligara al juez a encarcelar a un presidente elegido el día anterior. Pero ninguno de esos errores ni elevados al cubo desmienten la evidencia: la múltiple superioridad del Estado español sobre los aventureros xenófobos que han querido y quieren destruirla. Albiol, Iceta, Arrimadas. Para llorar hacia dentro.

Sigue ciega tu camino,

A.