Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo
- A los 50 años del magnicidio, todavía hay quien difunde teorías conspirativas que han sido totalmente descartadas por la historiografía académica
El 20 de diciembre de 1973 la explosión de una potente bomba acabó con las vidas del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, de su chófer, José Luis Pérez Mogena, y de su escolta, Juan Antonio Bueno Fernández. ETA reivindicó el atentado, pero pronto surgieron las dudas. Junto a la actividad del FRAP y los GRAPO, así como a la masacre del 11-M, se trata de una de las acciones terroristas que más relatos fantasiosos ha inspirado en nuestra historia reciente. Así, políticos, militares, periodistas, ensayistas, novelistas y cineastas han lanzado conjeturas sobre la participación en el magnicidio de la masonería, algún sector del régimen, el KGB, la CIA o varios de estos actores a la vez.
La teoría de la conspiración que más éxito ha tenido es la de que el Gobierno de Estados Unidos permitió o incluso estuvo detrás del atentado. Encaja tan bien con la imagen omnisciente y omnipotente que nos hemos formado sobre la CIA que, con el tiempo, la supuesta implicación de la agencia ha conseguido incrustarse en nuestra memoria colectiva. Se refleja en multitud de novelas, series televisivas y películas.
¿Qué indicios suelen esgrimir los defensores de dicha hipótesis? Uno es la cercanía de la Embajada de EE UU al lugar del crimen: sería imposible que la CIA no se hubiese dado cuenta de nada. Sin embargo, según Google Maps, entre las placas en recuerdo de las víctimas mortales y la legación hay 210 metros andando o 400 en automóvil. Como es comprensible, los agentes norteamericanos protegían su Embajada, no la seguridad de todo el barrio.
Otro argumento reside en el explosivo. Se ha dicho que el material utilizado fue C-4 de uso militar estadounidense, pero también que se trató de una mina o incluso que no sabemos cuál era su composición, ya que una mano oscura se encargó de que jamás se realizase un análisis químico. No obstante, entre las más de 3.000 páginas de la causa judicial hay varios informes cuya conclusión fue unánime e inequívoca: ETA había utilizado detonadores eléctricos, mecha y goma 2E-C fabricados por la Unión Explosivos Río Tinto para uso civil. La Policía sabía perfectamente en qué polvorines los había robado.
El resto se desmonta con idéntica facilidad. En resumen, ni en las diligencias policiales, ni en los informes periciales, ni en el resto del sumario, ni en los boletines del Seced -los servicios secretos españoles de entonces-, ni en la documentación de la Segunda Sección Bis del Ejército se advierte el mínimo indicio de que ETA hubiese contado con la ayuda de agentes extranjeros o de la propia dictadura. Las teorías de la conspiración han sido rechazadas por todos los historiadores profesionales que han estudiado el caso, como Javier Tusell, Charles J. Powell, Antonio Rivera, David Mota y José Antonio Castellanos.
Como confesó el comisario José Sainz, «la sorpresa» fue total. Por un lado, la única amenaza terrorista activa en Madrid era la del FRAP, cuyos integrantes utilizaban armas blancas. ETA era un problema menor y localizado en el País Vasco. Por otro, el sistema de seguridad de las élites franquistas estaba anticuado y falló. Los servicios secretos y las Fuerzas de Orden Público adolecían de escasez de medios, hombres y profesionalización. Además, su prioridad era vigilar a la Iglesia, el movimiento estudiantil, los sindicatos clandestinos y el comunismo. De acuerdo con un boletín del Seced, «Madrid resultaba plaza excéntrica a la acción de ETA; la atención de las Fuerzas de Seguridad fue atraída hacia el Norte con la cadena de atentados últimamente allí realizados; el día 20 presuponía mayores temores de agitación laboral y callejera que terrorista. Todo, en fin, contribuyó a multiplicar la sorpresa de la acción y el inicial escape de los autores».
Al asesinato de Carrero ha de aplicársele el principio de la navaja de Ockham: cuando hay varias explicaciones posibles a un fenómeno, la más simple suele ser la correcta. La única ayuda que ETA necesitó para aquella operación, más que suficiente, fue la red de apoyo local que había creado Eva Forest, la misma que posibilitaría la masacre de la cafetería Rolando en septiembre de 1974.
Aunque su propaganda lo presentó como una forma de impedir un franquismo sin Franco, ETA no perpetró el magnicidio por dicho motivo, sino que tenía sus propias razones. Una, el nombramiento de Carrero como presidente del Gobierno dificultaba su plan original de secuestrarlo. Otra, el puro oportunismo: la banda contaba con información, medios y voluntad para hacerlo. Y la última, el atentado respondía a la estrategia de acción-reacción-acción que guiaba a ETA: buscaba provocar la máxima represión posible por parte de la dictadura. Y lo consiguió.