Nicolás Redondo Terreros
- EE UU impulsa su propia leyenda con el cine, pero Trump ha debilitado o tal vez destruido ese imprescindible relato épico para la nación más determinante durante el último siglo
Seguro que muchos estadounidenses votaron Donald Trump por el hartazgo que les había causado una política identitaria extrema, que en cierta medida había sustituido el espacio público basado en una ciudadanía compartida. Echaron en saco roto sus baladronadas, sus comportamientos dudosos, sus conflictos con la justicia; no creyeron que iba a ir hasta las últimas consecuencias cuando anunciaba una política proteccionista, que terminara con los esfuerzos económicos y militares de EEUU en el exterior. Era, como todos los discursos nacionalistas y populistas, narcisista, complaciente con la masa y reconfortante para una sociedad que había visto achatarrada su industria y una gran frialdad en quienes recibían su apoyo humanitario o militar.
Como en otras ocasiones en la historia, una gran parte de sus votantes, alejados del fanatismo, vieron en la simpleza de su discurso nostálgico, siempre halagador y cargado de matonismo, una certeza tranquilizadora.
No creyeron que su mansedumbre con Rusia fuera el principio de una política internacional que les llevaría a impugnar un pasado reciente y escaso, pero glorioso, la Primera y Segunda Guerra Mundial, en el que basaron la imprescindible leyenda para las ‘naciones elegidas’. Así es, los grandes imperios, realidad política distinta al colonialismo de finales del siglo XVIII y XIX, han necesitado una justificación para su propia existencia y para que su pueblo creyera que, ciertamente, eran los elegidos los que tenían un responsabilidad más allá de sus fronteras. El imperio Romano era , y lo seguimos viendo así, sinónimo de Civilización y de Derecho. La España imperial fue la garantía de la fe católica, antes de que las guerras de religión fracturaran su monopolística universalidad, y después el bastión contra los responsables de su ruptura. ¡Sin duda!, durante siglos la literatura sirvió para perfilar y consolidar las naciones-estado.
Los grandes imperios han necesitado una justificación para que su pueblo creyera que eran los elegidos
Inglaterra no sería lo que es, desde luego no la veríamos como la vemos hoy, sin el teatro de Shakespeare y las novelas de Jane Austen, Charlotte Brontë, George Elliot, mi preferida, Byron o Charles Dickens. Lo mismo pasa con Francia y sus grandes escritores, desde Balzac a Flaubert o Stendhal, sin olvidar a Montesquieu o Montaigne. Nosotros, los españoles, para irritación de los nacionalismos de bajo vuelo e indolentes intelectualmente, somos lo que somos debido, entre otros factores, a Cervantes y Don Quijote y un teatro clásico que fue admirado por todo el mundo conocido. ¡Es más!, todavía hoy podemos interpretar el presente con esos clásicos, a los que había que añadir a Clarín y Galdós, a los que se suman la generación del 98 y del 27: Unamuno, Baroja, Lorca, Alberti, Hernández y Ortega y Gasset, entre otros. Sin duda en España a la literatura se debe unir la pintura con Velázquez, el Greco, Goya y Picasso, quintaesencia del español trasterrado. Hasta en la tragedia causada por la DANA podemos ver esa relación directa del rey con el pueblo, denominador común de las grandes obras de nuestro teatro clásico del Siglo de Oro, que describen una administración ineficaz, arbitraria y que no está a la altura de las expectativas populares.
EE UU impulsa su propia leyenda con la literatura desde luego, pero sin duda el cine, más contundente, universal y eficaz, complementa con ventaja ese desempeño. Y en la cinematografía americana, sin duda su expresión artística más genuina, recoge grandes hitos de la nación americana como la conquista del Oeste, base histórica y literaria de esa épica. En las películas del género que propició la épica de la ocupación de las grandes e inhóspitas llanuras del oeste plasman cómo desean verse y que les veamos; en las mejores veremos varias coincidencias, que son la base de su ‘leyenda épica’.
Los primeros avisos los notamos cuando convirtió a Ucrania en la responsable de que la invadiera Rusia
En las dos a mi gusto más sobresalientes, ‘¿Quién mató a Liberty Valance?’ y ‘Solo ante el peligro’, oímos bellísimos discursos que relacionan el respeto a ley con el progreso. En todas se nos muestra el sacrificio por un amigo, por la familia o por un grupo de personas en situación desfavorable respecto a los que no respetan la ley, a los que imponen su voluntad a golpe de pistola. En casi todas, la naturaleza, bella y salvaje, es un escenario con ‘vida’, siendo el trasunto de la libertad individual y la conquista del hombre, es decir , la civilización. Vemos con frecuencia que una vez cumplido el deber, se retiran con su familia, a su casa o cabalgan en solitario hacia el infinito. En ‘Solo ante el peligro’, el protagonista, Gary Cooper, abandona el pueblo después de cumplir con su obligación y en contra de los impulsos egoístas de un pueblo que no merece su sacrificio, termina pisando la estrella de sheriff y montando en una carreta con su mujer, alejándose del pueblo.
Pues bien, Trump ha debilitado o tal vez destruido ese imprescindible relato épico para la nación más determinante durante el último siglo. No han sido los enemigos, tampoco la tan anunciada como falsa decadencia americana, ha sido un nostálgico y simple nacionalista, que no entiende la globalización, ni sus consecuencias y menos el papel que su nación, líder indiscutible del mundo libre, debería jugar. Los primeros avisos los notamos cuando convirtió en responsable de la invasión rusa a Ucrania al país invadido; posteriormente, nos sobresaltó el impertinente discurso de su vicepresidente en Múnich, luego vino la escena increíble en la que sometían a escarnio y befa a Zelensky, haciendo ambos el papel de matón de Lee Marvin, interpretando a Liberty Valance, y han seguido con una política de aranceles humillante, que dinamita el principio de libre comercio. Todo el esfuerzo en las playas de Normandía, todo el esmero con el que nos han trasladado su imagen de héroes de la libertad, la ley y la democracia lo han tirado momentáneamente por la borda. ¡Menos mal que EE UU no es Trump!