- Los Sánchez se niegan a asumir que en España no existe la figura de la primera dama, por lo que la mujer del presidente es una particular más sin cargo alguno
El pasado 5 de julio, la señora Begoña Gómez Fernández, que el próximo enero cumplirá 50 años, se negó a declarar ante el juez Peinado. Pretextó a través de su abogado defensor, efímero ministro del Interior con Zapatero, que no sabía de qué estaba acusada. Era de posibles delitos de tráfico de influencias y corrupción en los negocios.
Hace dos semanas, mientras la señora Gómez se encontraba disfrutando con grandes risas y alegre postureo de un viaje oficial de su marido por la India, resulta que la denuncia fue ampliada con dos nuevos posibles delitos: intrusismo y apropiación de un software de la Complutense. En vista de la experiencia del pasado julio, esta vez el juez del caso la ha citado –el próximo día 18 en el juzgado, a las 13.30 horas– para darle traslado de la ampliación de la querella. El magistrado le pide que acuda «personalmente».
Si cualquiera de nosotros recibimos una notificación así de un juzgado, allá estaremos como un clavo, ¡qué remedio! Pero la señora Gómez Fernández ve las cosas de otra manera. Le ha respondido al juez que no cuente con ella, porque ese día estará ocupada con un viaje a Brasil que califica de «oficial».
Ella no tiene ningún viaje oficial, por supuesto, quien lo tiene es su marido, que acudirá al G-20. La señora Gómez Fernández no puede tener ningún acto «oficial» por la sencilla razón de que ella no es ninguna figura «oficial», no ostenta cargo público alguno. Aunque los Sánchez-Gómez se comportan como si fuesen una suerte de jefes de Estado bis, la realidad es que en España no está recogida formalmente la figura de lo que en otros países se da en llamar «la primera dama». Es decir, la señora Gómez Fernández es a todos los efectos una particular, como usted o como yo, más allá de que tenga que recibir una cierta protección de seguridad por su condición de mujer del presidente y de que el hecho de ser su pareja la habilite para vivir en el Palacio de la Moncloa (temporalmente, y no perpetuamente, como parecen soñar ya los Sánchez-Gómez).
Begoña Gómez despacha al juez con una chulería displicente y le viene a decir que a ella le resbala su citación, que se pira a bailar la samba a Brasil con las otras parejas de mandatarios. Los importantes actos «oficiales» consistirán en ataviarse con alguna folclórica vestimenta local, varios cócteles y visitas turísticas y hacerse selfies en algún centro donde se lleve a cabo una iniciativa admirablemente «progresista». Es decir, Begoña Gómez viajará a Brasil a pasear, y si no acudiese, España no lo acusaría en nada. Es más, los españoles nos evitaríamos el bochorno de vernos representados por una señora acusada de corrupción por cuatro posibles delitos, pero que aún así tiene el cuajo de pavonearse por medio orbe.
Todo esto denota al final el talante de los Sánchez-Gómez. Se comportan con la prepotencia de unos nuevos ricos de querencia un poco hortera. Una pareja fascinada por los oropeles del poder, que cree que levita por encima del común de los mortales (para más señas, usted y yo). Una señora sin un título universitario ve de lo más normal gozar de una cátedra extraordinaria en la Complutense, o pedirle pasta a varias multinacionales para su chiringuito (y se la daban, por ser la mujer de quien sabemos), o enviar cartas de recomendación para un amiguete que la ayudaba con el invento, y que luego se forró con contratos públicos del Gobierno del marido de la interfecta.
«¿Dices que el juez te está molestando? Tú tranquila, pichona, que ahora mismo te mando a la Abogacía del Estado para que se querelle contra el tal Peinado?». Eso ha pasado aquí. Con lo que ve y aprende en casa, normal que Gómez se ponga estupenda y le diga al juez que le vayan dando, que ella se larga a Brasil, que no se va a perder sus saraos del G-20 y unas buenas risas cosmopolitas pagadas por los impuestos de todos los panolis (perdón, quiero decir, de todos los españoles).