Gabriel Albiac-El Debate
  • Ninguno de esos repartidores va a buscar las no demasiadas traducciones que, de Vladimir Jankélévitch, podrían haber hallado en estas casetas

Puede haber escrito la más importante reflexión ética del siglo veinte: el Tratado de las virtudes del año 1948, cuya reescritura iba a acompañarlo durante el resto de su vida. No hay traducción española. ¿Hace falta una coartada para recordar ese libro? Pongámosla: el próximo viernes hará veinte años que murió su autor, Vladimir Jankélévitch. Los estudiosos saben que él fue quien forjó la categoría de «imprescriptibilidad» que da fundamento metafísico al concepto de «crimen contra la humanidad». Lo imprescriptible puede ser leído en nuestra lengua. Como puede serlo su monumental La muerte. Y muy poco más. El Tratado sigue aguardando el editor dispuesto a arrostrar el riesgo de una obra empecinadamente al margen de todas las corrientes consagradas en el pensar de su siglo.

¿No nos basta con una sola coartada? Más. Feria del libro, Madrid, sábado pasado. Sujetos que, con seguridad, rebosan humanismo benevolente, hacen circunspecta entrega de sus panfletos a los que van entrando por la puerta del paseo de coches. Nada demasiado nuevo hay en sus hojillas volanderas. Sí tópicos muy viejos. Y muy eficaces. Esos que ponen en el pueblo judío la voluntad diabólica de destruir cuanto de bien moral pueda abrigar el mundo. Y que, en el marco venerable de la gran fiesta literaria madrileña, animan a destruir Israel como condición para que la especie humana pueda recuperar su excelencia.

Ninguno de esos repartidores va a buscar las no demasiadas traducciones que, de Vladimir Jankélévitch, podrían haber hallado en estas casetas. Para chocar, bien a desgana, con algún que otro pasaje ingrato. Como éste, por ejemplo: «En cada primavera, los árboles florecen en Auschwitz, igual que en todas partes; porque a la hierba no la asquea brotar en estos prados malditos; la primavera no distingue entre nuestros jardines y estos lugares de indecible miseria. Hoy, cuando los sofistas nos recomiendan el olvido, subrayaremos con fuerza nuestro mudo e impotente horror ante los perros del odio; pensaremos con fuerza en la agonía de los deportados sin sepultura y de los niños que no volvieron. Y esta agonía durará hasta el fin del mundo».

Y estoy seguro, desde luego, de que la casi totalidad de los que en medio del festejo libresco del Retiro repartían cortésmente sus panfletos antijudíos, no tenían siquiera consciencia de estar siendo herederos de los verdugos de Auschwitz. Pero, ¿no ser siquiera consciente del mal que uno propaga es un atenuante? ¿Es este de ahora, que al proclamarse antisionista elude el duro coste moral de confesarse antisemita, menos perverso que aquellos que hicieron del antisemitismo epopeya fundante de un Tercer Imperio?

Si Auschwitz fue un día posible, si seis millones de judíos pudieron ser exterminados en los campos de concentración, fue sólo porque, desde mucho antes, hubo humanitarios ciudadanos que dieron por evidente la existencia de una comunidad diabólica, la judía, cuya sola existencia ponía en peligro la plenitud moral del mundo. Y no estaría nada mal que los educados repartidores de hojillas volanderas en el Retiro entendieran que sí, que hay herederos legítimos de los exterminadores hitlerianos: ellos. Y que es menos obsceno proclamarlo abiertamente. Porque, en aquella Alemania de los años treinta y cuarenta, peor que los verdugos de Auschwitz sólo había una gente: la respetable población que quiso ver en ellos a sus salvadores.

Me pasó por la cabeza regalar un ejemplar de Lo imprescriptible al primero de aquellos bienintencionados publicistas que se cruzase en mi camino. Pensé, de inmediato, que para qué. Nadie acepta que sus confortables certezas puedan ser tambaleadas por la carcoma de una duda o de un razonamiento. Ni aun las cabezas académicamente mejor formadas de la Universidad alemana se libraron, hace un siglo, de este cáncer moral que paseaba ahora su autocomplacencia entre los libros del Retiro. No, el antisemitismo no tiene cura. No la ha tenido nunca la perversidad humana. Ni ha dejado jamás de revestir máscaras humanitarias. Tan humanitarias como las que adornan al gobierno español en ejercicio. Vladimir Jankélévitch llamaba a eso «el juego del diablo». Pero, ¿a quién va a ocurrírsele hoy leer a un autor tan desabrido como Vladimir Jankélévitch?