LIBERTAD DIGITAL 17/10/14
ANTONIO ROBLES
Rajoy no puede sentirse eufórico por haber doblegado la voluntad de Artur Mas. No celebrará un referéndum contra la ley, pero seguirá en sus trece con un sucedáneo. La cuestión es seguir desafiando y erosionando la autoridad del Estado. Esa es su guerra.
Me explico. A quien piense que el 9-N es el final del camino le convendría repasar eso que tan bien definió Jordi Pujol con «la voluntad de ser». El nacionalismo como instrumento, la identidad como Ser y el Ser como la culminación de un relato enteramente inventado por las aspiraciones de poder de unas élites burguesas catalanistas desde finales del siglo XIX para asegurarse el dominio de un territorio y su mercado. No nació ayer, tampoco finalizará el 9-N. Por ello, cada treta fullera que Artur Mas quiere hacer pasar por astucia para adornarse es sólo una escaramuza más. Ganar o perder batallas no es definitivo, porque lo que se está dilucidando es una guerra. Es la guerra fría del -no entre– nacionalismo catalán contra -no y– la nación Española. Guerra fría entendida como la lucha por la hegemonía moral y política que les permita en el futuro una mayoría electoral. En la guerra fría entre EEUU y la URSS se dilucidaba la lucha por la hegemonía mundial mediante la superioridad ideológica, tecnológica, informativa, económica y militar. El pulso lo ganó el sistema económico capitalista. Perdió la URSS porque no pudo seguir el ritmo de producción de EEUU. Aquí lo que está en juego no son estrategias de producción, sino personas.
En nuestra particular guerra fría, el nacionalismo busca conquistar conciencias, rendir voluntades, en una palabra, alcanzar una mayoría electoral para imponer por hechos consumados la secesión. Y en esto van ganando por goleada. Es posible que los paños calientes de Rajoy hayan impedido un referéndum ilegal, pero el sabor amargo que dejará en una población condicionada a diario por estímulos victimistas abonará el terreno de nuevas conversiones a la fe verdadera. Se ha logrado atraer a la mayoría de la población al derecho a decidir con tal intensidad emocional que las razones legales esgrimidas por la soberanía de España se han tomado como intransigentes y no democráticas. El tocomocho perfecto para millones de catalanes que solo quieren votar y no les dejan. Sean o no independentistas.
El mal está hecho, la trampa acoplada. Desenmascarar la perversidad argumental y moral no será fácil, ni hoy por hoy se han puesto los medios políticos, intelectuales y mediáticos para desenmascarla. Ni siquiera se ha inhabilitado a ningún responsable político para hacer visible la fuerza del Estado y demostrar así que nada sale gratis, y menos poner en riesgo los pilares constitucionales de una nación. En esta dejación, hasta el más insignificante diputado, David Fernández de la CUP, se permite llamar a la sedición a diario.
Sin solucionar esta dejación de autoridad gubernamental ni minar aquella superioridad moral, con sus escaramuzas, por muy ridículas que sean, irán ganando partidarios y justificando todas las ilegalidades y prevaricaciones que se les antoje.
El problema no es impedir el referéndum, sino la hegemonía moral que les permite reivindicarlo y utilizar a sus partidarios contra España; el problema no es la independencia, sino las artimañas del lenguaje democrático que intenta socavarla; el problema no es la independencia, sino crear las condiciones mediáticas, sociales, políticas e intelectuales para contraponer un discurso alternativo que prepare a la sociedad para saber qué se juega con el derecho a decidir la independencia. El problema hoy, por tanto, no es la independencia, es el crecimiento de su hegemonía moral, que permitirá un día logarla. Digámoslo claro: España entera se ha de movilizar con igual o mayor fuerza en la calle gritando alto y firme que no está dispuesta a dejarse arrebatar derechos y propiedades en nombre de los privilegios de la casta nacionalista. Denunciar la estafa de su superioridad mural, avergonzarles, recuperar la autoestima. Ese es el problema.