EL MUNDO 20/05/14
FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO, Historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad Notre Dame (Indiana).
· El autor hace un recorrido por las diferentes comunidades europeas y las diferencias que las unen y las separan
· Cree que para frenar el independentismo catalán hay que desafiar a los secesionistas a ganar el referéndum
Mañana mi mujer saldrá de viaje a Francia para colaborar de letrista con un compositor de ópera. Casi simultáneamente, un sobrino nuestro, que es médico, partirá del mismo aeropuerto para trabajar en un hospital francés. Pero a pesar de ir destinados ambos al mismo país, acabarán en paraderos asombrosamente distantes: a unos 16.000 kilómetros el uno del otro. Mientras que mi mujer queda en París, el sobrino seguirá hasta Nueva Caledonia, provincia ultramarina de Francia, en el Pacífico.
Nueva Caledonia es tan parte de Francia como lo es Escocia del Reino Unido o Cataluña de España. Todos sus habitantes son ciudadanos franceses. Eligen diputados en París. Votan al titular del Elíseo, con un nivel de participación electoral que supera el 60%. La provincia goza de un grado respetable de autonomía, aunque se aplica el código nacional francés, y las responsabilidades legislativas y administrativas se están traspasando, poco a poco, a órganos isleños. Los edificios públicos lucen con dos banderas. En el último referéndum sobre la independencia, la propuesta se rechazó terminantemente; se volverá a convocar otro más dentro de pocos años, pero no se espera ningún cambio de opinión entre los votantes. Así que Nueva Caledonia encarna la política imperial francesa desde siempre: integrar las colonias en el Estado nacional y convertir a sus habitantes en franceses. En la gran mayoría de las colonias la política fracasó, y los indígenas lucharon para expulsar a los portaestandartes de la supuesta «misión civilizadora». Pero en algunos casos, bastante marginales, Francia consiguió su fin y hoy en día los habitantes de los departamentos, territorios y comunidades ultramarinos que siguen formando parte del Estado francés suman unos 2,6 millones. En cierto sentido, Francia ha tenido el mismo éxito con sus minorías dentro de la Francia metropolitana: son pocos los bretones, corsos, alsacianos, provenzaloparlantes, catalanes o musulmanes que quieren romper con Francia. Se conservan particularidades culturales, y, en algunos casos, un fuerte sentido de identidad propia, pero se definen como franceses –anómalos, tal vez, pero franceses, como los de Nueva Caledonia (o de la isla de San Bartolomeo, o de Miquelón, por citar más ejemplos exóticos).
No me refiero a tales ejemplos para animar a los catalanes a mantenerse dentro de España, ni a los escoceses dentro del Reino Unido, ni a los venecianos dentro de Italia, ni a los de Kosovo dentro de Serbia, ni a los rusos del este ucranio dentro de Ucrania, ni a ninguna otra comunidad europea que contempla críticamente sus vínculos históricos. Sólo quiero llamar la atención sobre el hecho de que ninguno de los países que solemos calificar de estados nacionales lo son en realidad. Ninguno corresponde a una sola nación. Todos son complejos, abarcando anomalías y abrazando paradojas. Insistir en que cada comunidad supuestamente nacional tuviera su propio Estado es absurdo –contrario a la historia e insostenible en la realidad.
Todos los estados se construyen por conquistas o colaboraciones intercomunitarias. Si no fuera así, seguiríamos siendo entidades tribales. A veces surgen imperios que logran involucrar a todas o muchas de sus comunidades constituyentes en un solo sistema de fidelidad política. EEUU es el ejemplo más llamativo. Todos los pueblos sujetos o víctimas de la expansión histórica estadounidense ya confiesan, y a menudo con gran orgullo, ser americans. En Laredo, pueblo fronterizo que se conquistó de México en los años 40 del XIX, donde la inmensa mayoría de los habitantes son hispanoparlantes de ascendencia hispana, se celebra todos los años la mayor fiesta del país para conmemorar el nacimiento de George Washington. Los descendientes de los esclavos negros añoran retóricamente a su África, pero casi ninguno piensa en volver allí ni en abjurar de ser americanos. Algunos hijos de los estados del sur del país que se separaron en 1861, provocando la guerra civil, y que luego se reconquistaron brutalmente y quedaron durante varias generaciones aplastados y reprimidos, siguen acordándose nostálgicamente de los símbolos y héroes secesionistas, pero los que quieren volver al experimento independentista son poquísimos. Hasta los indígenas, los «indios» aborígenes, que tendrían todo el derecho moral para rechazar la bandera estadounidense, han encontrado, casi todos, un modus vivendi, y hasta con entusiasmo, con el Estado –que se dice «nacional»–, a pesar de contener a más nacionalidades que ningún otro del mundo. Un ejemplo parecido es el de China. Con excepciones notables –en Tíbet o en las provincias musulmanas del oeste– todos los pueblos distintos, tales como los hakkas, los li, los manchúes y no sé cuántos más, han venido a calificarse de chinos, ni más ni menos.
Y no hay que ser un gran imperio para abarcar a distintas comunidades. Toda nación –si es que merece el nombre– nace de naciones. Por pequeña que sea, Noruega tiene dos idiomas, sin contar el sami, que es la lengua de los lapones del norte extremo. Finlandia también tiene a sus lapones y luego a una minoría importante de suecoparlantes. El reino neerlandés incluye a los frisos, cuyo idioma es bastante distinto al holandés. Mónaco, que es el Estado soberano más pequeño de Europa, si dejamos aparte a la Santa Sede y a la Santa Orden Soberana de Malta, alberga a más residentes extranjeros que a nativos. En ninguno de estos casos vemos problemas secesionistas, ni serios rencores intercomunitarios. Y en casi todos nuestros países europeos hay fuertes minorías con raíces históricas profundas o de inmigración relativamente reciente que conservan su propia identidad sin negar ni un ápice de lealtad al Estado ni substraer nada de la unidad estatal. Y ahora, si alguna vez tuviera algún sentido el concepto de un Estado nacional, la libre migración dentro de la Unión Europea lo deja literalmente insostenible para el futuro. Nuestros estados son –porque tienen que serlo– entidades plurales y colaborativas.
CASI TODO intento de constituir estados nacionales mediante secesiones o ajustes de fronteras fracasa. El único ejemplo positivo es el de Checoslovaquia, que se disolvió amigablemente en dos estados que mantienen buenas relaciones. Bélgica se separó de los Países Bajos en 1830, y seguía con problemas secesionistas, sin quitar a Holanda y sus tensiones entre católicos y protestantes. En 1922, Irlanda se dividió para respetar las diferencias entre dos naciones históricas que habitaban la isla, iniciándose los conflictos que ni siquiera hoy se han acabado. Más o menos al mismo tiempo, se intentó racionalizar las fronteras entre Grecia y Turquía, con la consecuencia de que se masacraron o expulsaron a miles de personas. Ni hablamos de los casos de Bosnia, ni de Kosovo, ni de Ucrania, ni de Chipre, ni de Georgia, ni de Armenia, ni de Sudán del sur ni de las demás tragedias poscoloniales, ni de ningún otro de los muchos casos de fracasados proyectos nacionalistas en el mundo de hoy.
Y, a pesar de todo, sigue esa manía de insistir en intentar establecer un Estado por cada comunidad supuestamente nacional. Ya hay venecianos que quieren abandonar a Italia, bávaros que rechazan a Alemania, y movimientos independentistas irracionalmente fuertes en Escocia, Euskadi y Cataluña. Lo más probable es que ninguno de ellos realice sus aspiraciones, porque los políticos nacionalistas se han dado cuenta de que la independencia les perjudicaría. La situación actual les mantiene en el poder, mientras que si se alcanzara la independencia, la razón de ser de sus propios partidos se echaría a perder y sus perspectivas electorales desaparecerían. Es por eso que la mejor solución sería concederles los referendos que pretenden desear, y desafiarles a que los ganaran. Pero el debate en España queda estancado en cuestiones teóricas de relevancia marginal y de poco sentido práctico –lo sagrado de la Constitución, por ejemplo, o el problema áridamente esencialista de la naturaleza de una nación. Desgraciadamente, la conclusión que indica la historia es casi inadmisible en España: reconocer el derecho a separarse es justo, pero intentar ejercerlo es una locura.
Felipe Fernández-Armesto