ABC 13/06/17
EDURNE URIARTE
· El hartazgo, la indignación y el caldo de cultivo ya están ahí, y aquí acaba la ironía y empieza la realidad
QUIERO un referéndum, como Puigdemont. Me atrevo a pedir incluso dos, y en ambos espero lograr un amplio apoyo social. El primero, un referéndum para reducir los impuestos en un 50%, o un 75%, si esa mayoría que se va a sumar así lo pide. Invoco mi derecho a decidir y mi derecho a trocear la soberanía nacional para otorgar el voto a los más preocupados por el problema, a los que les sale positiva la declaración del IRPF, porque está bien probado que el resto parece ser algo menos consciente de lo pagado vía retenciones e impuestos indirectos y pudiera ser que votara No. Reconozco que, si me conceden este derecho a decidir, puedo salir algo perjudicada, dada la ruina posterior del Estado y sus probables dificultades para pagarme mi salario de catedrática de la universidad pública. Pero también la independencia sería un desastre para los catalanes y no por ello deja de invocar Puigdemont su derecho a decidir.
Tengo la plena seguridad de que tengo toda la legitimidad democrática, la legitimidad que da el apoyo mayoritario, como dirían los podemitas. Si, a pesar de ese apoyo mayoritario, el Estado me niega mi derecho a decidir, me tomaré la libertad de llamarlo «Estado autoritario que persigue mis derechos políticos», como ha hecho Pep Guardiola. Y pediré ayuda internacional para democratizar nuestro Estado y acercarlo al modelo qatarí que tanto admira Guardiola. Con más razones aún en mi caso, dado el feliz y casi inexistente sistema impositivo qatarí. Es posible incluso que pida la lectura del manifiesto al propio Guardiola, tan firme es su convicción sobre nuestro inalienable derecho a decidir.
Para la lectura del manifiesto de mi segundo referéndum buscaré otro líder de referencia internacional. Me temo que Guardiola va a flaquear con el derecho a decidir en este caso. Porque también quiero invocar mi derecho a decidir una reducción del poder de las autonomías y una recentralización del Estado. Incluso estaría dispuesta a pedir un referéndum para un cambio constitucional aún más radical que transformara nuestro sistema federal en uno centralista como el francés, si es que lo pide la mayoría. No tengo duda alguna de que si hago una encuesta a los españoles y les pregunto si están de acuerdo con el derecho a decidir, obtendré un abrumador apoyo. Como pasa en Cataluña cada vez que se pregunta si creen tener derecho a decidir. Por supuesto, claro que exigen su derecho a decidir. Como yo misma sobre mis dos referéndums.
Y, sin embargo, me temo que el Estado me va a decir que No, y eso que acepto la soberanía nacional para este segundo referéndum, que voten todos los españoles, y que sea legal, por supuesto. Pero, aún peor, voy a encontrar muy poco apoyo para mi derecho a decidir. No imagino a Iglesias y Errejón exigiendo al Estado que negocie conmigo ni espero un aluvión de artículos y editoriales pidiendo diálogo y soluciones políticas para mis reivindicaciones. Por mucho que vayan a tener la misma legitimidad democrática que el referéndum independentista, es decir, el apoyo de la mayoría al derecho a decidir.
Es la primera diferencia entre mi consulta y la independentista, que lo mío sería tildado de destructivo, desestabilizador y extremista por los mismos que piden diálogo para los independentistas. Y hay una segunda diferencia más importante, que no existe un movimiento social organizado alrededor de mi referéndum. Aún. La cuestión es hasta cuándo, cuándo comenzará ese movimiento social alternativo. El hartazgo, la indignación y el caldo de cultivo ya están ahí, y aquí acaba la ironía y empieza la realidad.