Santiago González, EL MUNDO, 13/7/12
A la hora en que comienzo esta columna, cinco menos cinco de la tarde, se cumplen 15 años justos desde el momento en que la televisión interrumpía sus emisiones para dar la noticia de que el cuerpo exangüe de Miguel Ángel Blanco, joven concejal del PP secuestrado por ETA 48 horas antes, había sido en- contrado en las afueras de Lasarte con dos tiros en la cabeza. Hay hechos que se nos clavan en la memoria de manera perdurable. Todos recordamos lo que estábamos haciendo en el momento en que recibimos la noticia. La pasión y muerte de aquel chico, hijo de un albañil de Ermua, despertaron el sustrato religioso en centenares de miles de personas. Había un correlato entre sus últimas 48 horas y las del hijo del carpintero de Nazaret. Ambos fueron prendidos un jueves, en el comienzo de un Vía Crucis que terminaría para los dos el sábado con la compañía de dos Marías que guardaban la cruz y las dos Marimares (Blanco y Díaz) que habían hecho en Ermua su camino del Calvario.
Algo muy profundo removió aquel caso en el subconsciente colectivo. Ya desde por la mañana, la multitud manifestante se habían saltado la habitual consigna de silencio de los partidos convocantes y los gritos de Miguel Ángel y Libertad atronaron la Gran Vía de Bilbao.
Aquella tarde de sábado, los cómplices del secuestro y el asesinato tuvieron miedo frente a un pueblo armado sólo con su paz y su palabra, cuando vieron a representantes de la inmensa mayoría cercando sus sedes y gritándoles su culpabilidad; aquel 12 de julio sobresalió el temple y la sabiduría de Carlos Totorica, el alcalde de Ermua que supo encauzar la ira de sus vecinos y hacerla desaguar en una marcha que el encabezó hasta la próxima localidad de Eibar, seis kilómetros y vuelta. Y las manos se pintaron de blanco en toda España y las fotos gigantescas del joven concejal quedaron manchadas por las palabras y los besos. A todo eso se le llamó el espíritu de Ermua.
Por la mañana se vio que no todo el mundo estaba a la altura. Los dirigentes nacionalistas arrancaron la manifestación antes de que el entonces presidente del Gobierno, José Ma Aznar llegara a alcanzar la cabecera; la periodista Ma Antonia Iglesias recogió alguna perla infame en su libro Tres días de julio.
Garaikoetxea, que ya anunciaba su triste condición de miembro de Bildu y Amaiur, tomó nota de aquello. Y dijo: «Si no nos espabilamos, aquí se va a desatar una marea españolista que nos va a barrer a todos».
Todo el mundo dijo que la muerte de aquel niño marcaba un antes y un después, aunque mucha gente se aplicó esmeradamente a la tarea de que el después se pareciera lo más posible al antes. Justo en aquellos días, Euskadi y España parecían realidades ciudadanas que se negaban al silencio y a la sumisión y no querían mirar hacia ningún otro lado. Nadie podía imaginar que 15 años después los acorralados de entonces iban a presidir instituciones vascas. El lunes pasado, el secretario de Estado de Seguridad, Ignacio Ulloa, decía que el espíritu de Ermua sigue vivo en el corazón de los vascos y los españoles. Que santa Lucía le conserve y nos conserve la vista. Y la memoria.
Santiago González, EL MUNDO, 13/7/12