Ignacio Varela-El Confidencial
Toda la producción discursiva de Casado forma una colección de piezas crecientemente estridentes y, por serlo, inanes o directamente contraproducentes
En los tres años que lleva al frente del Partido Popular, solo recuerdo dos discursos realmente contundentes de Pablo Casado: el que pronunció en el congreso partidario que lo eligió y el de la moción de censura de Vox. Por contundentes, ambos resultaron sumamente eficaces: buscaban un objetivo y lo lograron sobradamente. En ambos casos, millones de personas del centroderecha sedientas de liderazgo y orientación se reconocieron en ellos.
Con esas dos notables excepciones, toda la producción discursiva de Casado forma una colección de piezas crecientemente estridentes y, por serlo, inanes o directamente contraproducentes. Destacan las intervenciones en la tribuna del Congreso, con mención especial para las de los miércoles. También las emitidas desde el principio de la pandemia, como aquellas descoyuntadas contorsiones verbales contra el estado de alarma en la oscura primavera de 2020. Y en la cúspide de la estridencia y la confusión, el discurso descabellado que pronunció este jueves en el Congreso, que me recordó el insólito suceso arbitral del reciente Real Madrid-Sevilla: en la media hora que duró el vómito, se pasó de penalti en la portería contraria a penalti y gol en la propia.
Difícilmente concurrirán tantas circunstancias favorables para un líder de la oposición. Tras la victoria arrolladora del 4-M, por primera vez desde 2017 el PP se ha puesto en cabeza en las encuestas nacionales de voto, y se ha hecho aritméticamente verosímil una mayoría alternativa a la actual. El PSOE pasó varias semanas grogui hasta que reaccionó a la manera sanchista: redoblando la apuesta, con una embestida en todos los frentes para aparentar la energía que no tenía tras la hecatombe madrileña. De ahí vinieron errores en cadena: desde quemar en una semana un trabajo valioso de cientos de expertos hasta meterse de cabeza en una crisis explosiva con Marruecos (manejada con los pies desde Moncloa y desde Exteriores) o el grotesco paseo de 29 segundos junto a Biden. Evaporado Iglesias, Sánchez dejó de ser el domador que sujeta al mastín y ahora el mastín es él. Los precios de la luz estallaron en los bolsillos de los ciudadanos y en la cara del Gobierno. Y el presidente se lanzó sin red a precipitar los indultos de los dirigentes de la insurrección de 2017, lo que le abrió una brecha en la opinión pública, en su electorado y entre muchos de sus dirigentes.
No es la primera vez que Casado acude en auxilio de Sánchez cuando este se complica la vida, pero esta vez ha sido clamoroso. En tres semanas, el líder del PP ha recolectado más apoyos para los indultos en el campo socialista que el mismísimo Iván Redondo. Esta última soflama (cuando se lee en el Diario de Sesiones es aún peor) evoca lo que decía Azaña de un parlamentario de su época: “Pidió la palabra y lanzó una porción de enormidades”.
Sánchez miente. Este un aserto empíricamente establecido por la ciencia, que se explica en dos palabras. De hecho, Rufián lo despachó en 30 segundos. No se necesita para ello amontonar decenas de frases empalmadas atropelladamente, plagadas de exageraciones, tópicos, vocabulario incendiario, manipulaciones históricas, citas distorsionadas y casquería verbal destinada a agitar la grada de la ultrasur (que ya se agita sola). Eso le pasa a Casado todos los miércoles en dos minutos y medio; este miércoles malgastó en ello media hora que pudo resultar siendo útil… para Sánchez. El presidente, un parlamentario mediocre con la cintura de una aceituna en los debates, le propinó una paliza memorable. El tipo llevaba la réplica escrita, como siempre. Pero esta vez la réplica escrita de Sánchez se ajustó como un guante al discurso de Casado, hasta tal punto se ha hecho este previsible.
No es buena idea regresar a los años 30 del siglo pasado; pero, si se hace, se ha de exigir un mínimo de rigor. Hay que tener una empanada mental importante para describir la guerra civil como un enfrentamiento entre partidarios de la democracia y partidarios de la ley. Cuando un político nacido en 1981 afirma que “ya nos amenazaban hace 90 años”, tiene que precisar exactamente a qué episodio se refiere y con quién quiere identificarse. Azaña nunca se arrepintió del Estatuto de 1932, lo que hizo fue dolerse de la traición de los nacionalistas catalanes a la República en plena guerra civil. Es delirante, en un debate como este, sacar a colación a Zapatero y los batasunos, Macron y los terroristas de Bataclan, Kennedy y el Klu Klux Klan y la penosa frase que se atribuye a Xabier Arzalluz en tiempos de ETA sobre los que agitan el árbol y los que recogen las nueces. Y es obsceno —además de estúpido en la era de Google— manipular en una misma pieza citas de Unamuno, Ortega y Gasset, Julián Marías, Francisco Tomás y Valiente y Winston Churchill.
Los indultos de Sánchez no son una traición a la patria, ni una quiebra de la unidad de España, ni un acto mafioso (“¿enviar cabezas de caballo?”): son simplemente un grave error político, y sobran argumentos racionales para fundamentar ese criterio (también el opuesto). Lo son porque, en las circunstancias en las que se han concedido, no ayudarán a solucionar el problema de Cataluña, sino a enturbiarlo más; y no aportarán concordia, sino más discordia. A muchos de los que así pensamos nos dieron ganas de salir corriendo en dirección contraria escuchando las desmesuras de Casado en la tribuna. Si esta es la alternativa a Sánchez, que la providencia nos auxilie.
El problema de fondo es que, tres años después, el plan de Pablo Casado para construir una alternativa de poder que sea a la vez viable y deseable para una mayoría social sigue siendo ignoto. El sanchismo puede caer por pudrimiento y derribo, pero eso no resuelve el maldito atasco de España desde hace una década. La obligación de un líder de la oposición en este momento es ofrecer una fórmula que restituya la centralidad extraviada, reconstruya los espacios de consenso, desintoxique la política y reactive la agenda reformista del país. Y eso no se hace barbarizando el Parlamento.
Cada día que pasa crece el número de votantes huérfanos. No tenemos ni tendremos un Mario Draghi. Pero si todo consiste en echar a Sánchez para invertir la polarización, seguiremos en lo de la copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio.
P. D. Por cierto, Pablo: o el presidente dimite o convoca elecciones, pero las dos cosas a la vez no puede ser.