Javier Caraballo-El Confidencial
- La primera sesión de control del Gobierno tras la despedida de Casado ya ha demostrado la grieta que debe cerrarse, porque nadie tiene claro en este momento cuál es la línea política que espera seguir Feijóo
El galleguismo de Feijóo tiene que esperar. Debe esperar porque lo que necesita ahora el Partido Popular es firmeza y determinación; claridad y convencimiento. Ni ambigüedad ni indecisión; mucho menos continuismo. La oleada de avales que se ha levantado a su paso hacia la sede de este partido en la calle Génova de Madrid, 50.000 asentimientos de los militantes, 10 veces más de los que pudo reunir el presidente amortizado, Pablo Casado, le obligan a ese esfuerzo de concreción del mensaje y de lanzamiento de una imagen renovada. Pero no parece que Alberto Núñez Feijóo interprete de la misma forma la urgencia que tiene su partido de agarrarse a un nuevo modelo e iniciar el camino que ha prometido de “un Partido Popular sólido, con un discurso único, coherente y nacional”. Podría decirse que aún no ha tomado posesión, que no se le puede exigir tanto hasta el congreso de abril, y es verdad, pero no es menos cierto que la rapidez y la prioridad en política obedecen al interés de las agendas de sus dirigentes.
Los marcos temporales son inciertos y dependientes del momento. Que en 72 horas hayan tumbado a un presidente que estaba destrozando el partido, que lo llevó al borde del abismo, o, al menos, eso sintieron todos; ese deterioro supersónico de la anterior dirección popular, insólito, requiere una salida simétrica de la crisis. Los barones del partido ya lo entendieron así para desalojar a Casado y ahora tienen que aplicar esa misma celeridad al discurso político, porque no puede esperar. Cuando se toma una decisión “meditada, pero precipitada”, que es lo que dijo Feijóo cuando comunicó su voluntad de sustituir a Pablo Casado, lo que se desprende es que ya se tiene pensado qué decir, qué hacer y cómo actuar, porque si no es así, se trata solo de un galleguismo.
Sucede, además, que la imperiosa necesidad de hacer visible en el Partido Popular el discurso político propio de Feijóo se complica extraordinariamente por una circunstancia irreparable: no pertenece al Congreso de los Diputados. La primera sesión de control del Gobierno de Pedro Sánchez, tras la despedida de Pablo Casado de los púlpitos, ya ha demostrado la grieta que debe cerrarse, porque nadie tiene claro en este momento cuál es la línea política que espera seguir Feijóo; si quiere cambiarla sustancialmente o si, por el contrario, pretende mantenerse al margen y dejar en los escaños del Congreso la agresividad atropellada de la etapa que se quiere cerrar.
Lo que había dicho en las jornadas previas el futuro nuevo presidente del Partido Popular es que su estilo no se corresponde con esa tensión dialéctica que, cada miércoles de plenario, se manifiesta en el Congreso. “No somos un partido vociferante, que descalifique, porque tenemos argumentos (…) No vengo a insultar a Pedro Sánchez, vengo a ganarle”. Pues bien, si esa es la intención, el grupo parlamentario no parece haberlo percibido así. A no ser que la ambigüedad de Feijóo no lo haya aclarado.
La invasión de Ucrania ha sido la primera oportunidad que ha tenido el Partido Popular de demostrar el cambio y el resultado deja más dudas que certezas sobre la cuestión capilar de esta nueva etapa: cómo va a plasmar Feijóo su impronta política si no tiene escaño en el Congreso. Lo que hizo la portavoz parlamentaria, Cuca Gamarra, en su interpelación al presidente Pedro Sánchez se pareció mucho, de hecho, a la estrategia que practicaba Pablo Casado, una especie de cajón de sastre en que todo se vincula, aunque no guarde relación entre sí, con el único objetivo de descalificar al Gobierno. Es una estrategia elemental de oposición, ejercida por todos los rincones de España, bien es cierto, pero que se puede convertir en un despropósito cuando se manosean tragedias como la guerra de Ucrania.
La guerra de Ucrania, cuyos resultados inciertos se desconocen y puede cambiar el mismo orden internacional de los últimos 70 años, no puede reducirse a “una mera excusa” del Gobierno por el incumplimiento evidente de sus previsiones macroeconómicas. Pero eso fue lo que le reprochó la portavoz del Partido Popular al presidente socialista: “Usted es el presidente de las mil coartadas, primero utilizó la pandemia y ahora está claro que está dispuesto a utilizar la guerra”. Un partido de gobierno, como el Partido Popular, tiene que elevarse sobre las miserias diarias de la política española, al menos en asuntos de esta envergadura que sacuden toda Europa como no ocurría desde la Segunda Guerra Mundial. Lo había dicho el propio Feijóo unos días antes, pero no se ha cumplido: “Nosotros vamos a apoyar al Gobierno de España de forma incondicional. La guerra en Ucrania es una tragedia humana de millones de refugiados, una violación de derechos humanos y tratados internacionales y un jaque a la sociedad democrática”.
España es un país necesitado, más que nunca, de la recuperación de grandes consensos de Estado, y la guerra de Ucrania, como ya sugirió aquí mismo Felipe González, en la entrevista que le hizo mi compañero Zarzalejos, requeriría de “un gran pacto nacional de respuesta a la crisis entre los dos actores centrales, el PSOE y el PP, más los que quieran sumarse”. En su obsesión por erosionar al Gobierno de Pedro Sánchez, el Partido Popular se ha precipitado siempre en la etapa de Casado, ha sido incapaz de levantar la mirada y de ver más allá de lo que tenía delante. Empecinarse ahora en agitar las diferencias entre los socios de gobierno por la guerra es torpe y desafortunado, porque como en otras ocasiones lo único que conseguirá es fortalecerlo.
Es exactamente lo mismo que le ocurrió al PP con la reforma laboral; el absurdo de votar en contra de una ley que, en el 90%, respondía a la que aprobó un Gobierno de Mariano Rajoy. Si lo que se pretende es minar esa relación, lo inteligente es intentar atraerse al PSOE hacia unos pactos como los sugeridos por Felipe González, en vez de zarandearlo con las disputas como si, al hacerlo, fueran a provocar una crisis de gobierno. Falta fineza, como dijo Andreotti de la política española, y eso no ha cambiado en 40 años.