Miquel Giménez-Vozpópuli
He pensado muchas veces que Sánchez es un trasunto adaptado a nuestra época de aquel Catilina
La acusación resonó como un trueno en el Senado de Roma. “¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”, dijo Cicerón. El gran orador tenía fundadas razones para increpar tan duramente a Lucio Sergio Catilina, de trayectoria turbulenta, sicario del tirano Sila y autor de diversos asesinatos políticos, agente del rico Craso, llevado ante la justicia por adulterio, abuso de poder, soborno masivo, derrotado en sucesivas elecciones, expulsado del Senado, populista exacerbado -si no les basta con Cicerón y sus célebres “Catilinarias” recomiendo a Salustio y sus menos conocidas “De conjuratione Catilinae”- hasta llegar al estado de golpista que deseaba destruir la República de Roma.
Este personaje ha encarnado durante siglos al conspirador contumaz, al enemigo a batir por quienes creen en la Ley y en el Derecho, a quien se aprovecha de ambas cosas en beneficio propio para retorcerlas en su interés. “Fue malo y depravado” dijo de él Salustio. Terrible epitafio para quien se creía el más grande de sus contemporáneos. No hay en Catilina ni un ápice de la grandeza de Julio César, el carácter shakesperiano de Marco Antonio, la inteligencia de Augusto o la bondad de Trajano. Si hoy se le conoce es por la frase que da título a este artículo y por su capacidad de urdir felonías y traiciones. He pensado muchas veces que Sánchez es un trasunto adaptado a nuestra época de aquel Catilina que rumiaba venganzas personales y quería derrumbar una Roma que le venía demasiado grande. He ahí al hombre y su drama. Una democracia, con lo que comporta de convivencia, tolerancia, principios, respeto a la separación de poderes, inteligencia política y dignidad es demasiado para alguien como el presidente. No sabe cómo abarcarla, se le escapa de las manos, es incompatible para un ser que solo conoce de abrazos a su propio ego y al que, cuando lo sacas de ahí, se encuentra totalmente perdido.
He pensado muchas veces que Sánchez es un trasunto adaptado a nuestra época de aquel Catilina que rumiaba venganzas personales y quería derrumbar una Roma que le venía demasiado grande
Sánchez está dando poco a poco ese golpe de estado que Catilina quería ejecutar por las bravas, pues no hay día que no conculque el ordenamiento democrático. Esa condición de traición permanente a lo que prometió defender, a saber, la Constitución, es la condición más significativa del personaje. Porque no hay cosa que Sánchez odie más que someterse al imperio de la ley, a las normas de convivencia que nos rigen a todos y que para él están de más. Actúa como un César, como un autócrata que desdeña reglamentos, normas, limitaciones y todo lo que acote su santa voluntad. Para él, Congreso y Senado solo sirven si actúan como caja de resonancia de sus aspiraciones. Por eso acude tan poco a ambas Cámaras. Estoy convencido de que el presidente, si no se excede más, es porque quedan jueces en España que lo frenan con gran esfuerzo a expensas de ponerse a malas con el gobierno.
Sánchez sería, pues, el Catilina español actual pero con menos categoría puesto que el original, por lo menos, sirvió como soldado y no con poco valor, siendo Tribuno de las tropas auxiliares durante la Guerra Marisca, comúnmente conocida como Guerra Social. Sánchez, en cambio, nunca ha luchado en ninguna guerra ni batalla que no girase alrededor de su persona. Sería bueno que alguna voz le formulase en el Congreso la pregunta de Cicerón, recordándole que el fin de Catilina fue, al menos, noble: cayó al frente de sus tropas en Pistoria, marchado al frente de éstas y lanzándose contra el enemigo. Un enemigo que, curiosamente, se llamaba Antonio.