MIGUEL ESCUDERO-EL CORREO

Hoy día nadie se declara en voz alta machista o racista, fascista o totalitario, tampoco terrorista, aunque lo sea o ejerza de tales. Frente a la realidad, prevalece el afán de ‘dárselas de bueno’ y dejar ‘lo malo’ para los otros, en exclusiva. Pero hay un racismo no declarado y fuera de la conciencia, que es contagioso y transmite hostilidad a quien no es de los ‘nuestros’, se basa en la idea de que es natural preferir la propia especie y no dar un trato igual a los extraños, siempre sospechosos. Se afianza así una posición ‘normal’ que rechaza ser racista, pero privilegia automáticamente a los nativos. Este modo de hacer ‘lógico’ facilita la irrupción de un racismo sin máscara.

Acabada la Guerra de Secesión de Estados Unidos y abolida ya la esclavitud, siguió legalizado el racismo estructural. Unos códigos prohibían que los negros se incorporasen al trabajo industrial y cualificado, y se les segregaba allá adonde fueran. Aún se les negaba el derecho a aprender a leer y se temían sus aspiraciones de igualdad. Se les acosaba y ridiculizaba como vagos e idiotas.

Hay que contar con las acciones de la banda terrorista del Ku Klux Klan. Entre 1890 y 1900, más de mil hombres negros, acusados de agraviar a mujeres blancas, fueron linchados. Puro salvajismo. El KKK estaba infiltrado en la policía local, como se comprobó en los asesinatos en 1964 de tres activistas por los derechos civiles; la película ‘Arde Mississippi’, interpretada por Gene Hackman, lo evocó en 1988.

Se llama racismo daltónico al que, aunque ciego al color, está arraigado hasta el tuétano. Para doblegarlo habría que desactivar el oligárquico mito territorial.