Editorial EL MUNDO, 2/6/2011
MARIANO RAJOY asumió ayer su papel de líder del partido que ganó las elecciones del 22-M al enunciar una serie de medidas para reducir el gasto de las autonomías y los ayuntamientos. Estamos ante una iniciativa especialmente oportuna en la medida en que ese gasto amenaza con hacer imposible el cumplimiento del objetivo de déficit presupuestario al que se ha comprometido el Gobierno.
La propia vicepresidenta Salgado reconoció anteayer que la Administración Central ha logrado recortar su déficit en un 53% en los cuatro primeros meses de este ejercicio, pero que el déficit autonómico se ha desbocado hasta duplicar el del Estado. Rajoy defendió la aplicación inmediata de un paquete de medidas de ahorro en las comunidades y los ayuntamientos que gobierna el PP, que son la gran mayoría tras su éxito de hace 11 días. Por tanto, no se trata de propuestas retóricas ni condicionadas a las circunstancias sino de iniciativas cuyo cumplimiento podrá ser verificado en los próximos meses. En este sentido, la credibilidad de Rajoy quedará comprometida si sus alcaldes y Gobiernos autonómicos no llevan a cabo el programa de «austeridad» que el líder del PP explicó ayer.
Entrando en su análisis concreto, casi todas las medidas propuestas nos parecen lógicas, coherentes y necesarias. La más importante de ellas es, tal vez, la fijación de un techo de gasto autonómico para llegar al equilibrio presupuestario, algo que el Gobierno de Zapatero ha sido incapaz de hacer. Ese techo habría que aprobarlo por ley, pero entre tanto las comunidades que gobierna el PP podrían dar ejemplo de la austeridad que predica Rajoy. Igualmente urgente nos parece la reducción del número de empresas, organismos y agencias públicas y la realización de auditorías –aunque Rajoy no quiso emplear este término– para conocer su nivel real de endeudamiento.
En este capítulo, hubiera sido deseable un compromiso de Rajoy para acabar con las televisiones autonómicas, que cuestan al año más de 1.000 millones de euros, pero el líder del PP se conformó con precisar que cambiará la ley para poder privatizarlas aunque dejará esa decisión a cada Gobierno autonómico. Es una posición demasiado tímida. El PP debe tener un criterio homogéneo como parte de su programa.
Rajoy propuso también limitar a diez el número de consejerías y un recorte del número de funcionarios, especialmente en el ámbito autonómico, subrayando que es posible reducir asesores, eliminar duplicidades, adelgazar las delegaciones de las comunidades en las provincias y, en general, coordinar mejor las Administraciones Públicas.
Resulta igualmente inaplazable, tanto por razones económicas como puramente ejemplarizantes, el recorte del parque de vehículos, teléfonos móviles y prebendas de tipo personal. Ruiz-Gallardón anticipó ayer que va a reducir en el Ayuntamiento de Madrid el número de coches oficiales, aunque el alcance de la medida nos parece insuficiente.
Rodríguez Ibarra anunció también ayer que va a dejar de acudir a la oficina que le paga la Junta de Extremadura hasta esperar la decisión de la nueva Asamblea regional. Veremos si cambia la ley, pero sería también muy ejemplificador para la opinión pública que se suprimiesen todos los privilegios del ex presidente, que cuestan cientos de miles de euros anuales a los contribuyentes y no se justifican con el planteamiento paternalista de un Ibarra que dice que presta «servicios de asesoría» a los extremeños.
No es posible mantener estas prebendas en una situación tan dramática como la que atravesamos, como tampoco es posible entender que el número de funcionarios haya crecido en 244.000 personas en los últimos tres años y en plena crisis, según un estudio de Funcas. Es evidente que hay que redimensionar el tamaño de las Administraciones Públicas y, especialmente, el de las comunidades autónomas, cuyas competencias y personal han crecido de forma desmesurada hasta convertirse en réplicas del Estado. Las propuestas de Rajoy no sólo van en la buena dirección sino que comprometen también a Zapatero, que algo tendrá que hacer al respecto.
Editorial EL MUNDO, 2/6/2011