Para Rajoy, fondista reconocido, todo esto no es más que entrenamiento. Si un día hay otro presidente –y el madroño centenario del Jardín Botánico pierde una hoja solo de pensarlo–, que sepa que su principal reto dialéctico no será aguantar la agudeza de las preguntas de la oposición, sino su número. Pero don Mariano habla en el Congreso literalmente como si estuviera en el salón de su casa, y no nos referimos a Moncloa sino a Sanxenxo. En esa tribuna de madera, que conoce a Rajoy desde que era árbol –la tribuna, no Rajoy–, uno asiste a un despliegue estupefaciente de autoestima mariana, kévlar anímico. Pronuncia «Bresit», bisbisea como quien hace calceta, explota ese raciocinio perogrullesco como de personaje de Pla que identifica verdades definitivas: «Todos queremos dinero para hacer cosas», «Europa no está tan mal», «Gastar más de lo que se ingresa en general no es bueno», «Algo haremos bien». Y te rindes, claro. Ayer un ujier me llamó la atención por no retener la carcajada. Pero no solo reímos los cronistas: lo hace toda la bancada del PP –donde Maíllo ejerce de regidor del aplauso orgánico– y buena parte de la oposición, empezando por Iglesias. Y esa es la victoria sibilina de don Mariano: cuando le dan tiempo para explayarse, acaba cuajando en el cerebro de la audiencia la pegajosa impresión de que su poder es tan natural como la gravedad o las cosechas. Sabes que lo ha vuelto a hacer cuando miras a los diputados de Podemos o Esquerra (Tardà le sacaría de nuevo su mejor y más soberana réplica) y están abismados en el iPhone.
Iglesias trata de agitar el pantano en su turno: llama a Rajoy cuñado –que equivale a burgués para el comunismo 2.0–, imparte sus lecciones de historia alternativa y mezcla el 11-M con Gadafi mientras se desdobla gozoso imaginando cómo quedará lo que está diciendo en un tuit viral. La pantalla es el estanque de este narciso que tiene en el revisionismo su razón de ser y que no soporta que la democracia en España haya empezado sin su permiso. La patria ya no se le cae de la boca. Sospecho que está maduro para reprocharle al PP la pérdida de Cuba y formar tertulia en Fornos con Mateo Morral. La palabra fetiche de Rivera, en cambio, es liberal. Ahora la repite constantemente para abrir hueco entre conservadores y socialistas. En la España binaria tardará en calar ese discurso, pero la Europa de Rutte y Macron puede ayudarle.
Lúcida diatriba la de Aitor Esteban contra el abuso que el Gobierno hace del derecho constitucional a veto por razones presupuestarias. El PSOE también abusó de él, pero el espíritu de esa letra es la excepción, no la norma. El resultado es que la Cámara no legisla si no es gratis o por decreto. A algunos diputados que trabajan de veras les roe el escrúpulo de que el tiempo arrebatado a sus familias no sirve para nada. Y no era esto, no era esto.