Editorial, LA VANGUARDIA, 19/12/11
MARIANO Rajoy Brey, gallego de 56 años, será investido mañana sexto presidente del gobierno de España desde la reinstauración de la democracia. Jurista de excelente formación, lleva en política más de treinta años, cuando fue elegido diputado en las primeras elecciones autonómicas gallegas, en octubre de 1981, y, a partir de entonces, ha cubierto todas las etapas de una carrera política clásica, caracterizada por un escalonamiento creciente de competencias y responsabilidades, que tiene un alto valor formativo y pone al que la ha seguido a cubierto del riesgo de improvisaciones, resoluciones precipitadas y asombrados descubrimientos de obviedades. Así, Rajoy ha sido sucesivamente presidente de la Diputación de Pontevedra, vicepresidente de la Xunta de Galicia, diputado en las Cortes Generales, ministro de Administraciones Públicas, de Educación y Cultura, de la Presidencia y del Interior, así como portavoz del Gobierno y vicepresidente de este. Este amplio capital de experiencias adquiridas se ha completado, por último, con dos derrotas electorales, que le han llevado a la oposición durante siete años, causa de que haya tenido que capear, durante largas etapas, el cuestionamiento de su liderazgo por sectores influyentes del PP y de ciertos medios de comunicación tan pugnaces en el sentido de su crítica como desabridos en su expresión.
Rajoy no es, por tanto, un recién llegado favorecido por la suerte que corre el riesgo de creerse ungido por la fortuna, a cubierto de fracasos y legitimado por ello para toda audacia por vacía que resulte. Rajoy es, por el contrario, un político que, formado por la experiencia y macerado por los fracasos, asume el poder con la plenitud que otorga una mayoría absoluta, pero también con la perspectiva que le brinda su larga trayectoria, capaz de hacerle asumir que nada es posible a la larga, en democracia, sin la constante búsqueda de aquellos acuerdos que hacen posibles las grandes reformas y garantizan la paz social.
De ahí que, en este momento crucial de su carrera, más que insistir en un repertorio de reformas pendientes y de acciones que acometer sin tardanza, proceda pedir al nuevo presidente que su amplia mayoría parlamentaria no sólo no le impida, sino que le estimule a ejercitar una permanente voluntad de integración y a mostrar una decidida vocación de transparencia. Voluntad de integración que eluda el sistemático enfrentamiento cainita, característico de la vida pública española, y que se encarne –como fruto de un espíritu de concordia– en un constante empeño transaccional, no sólo con el otro gran partido de ámbito estatal, sino con todos los grupos de la Cámara propicios al diálogo. Y decidida vocación de transparencia que tenga su expresión más acabada en el culto a la verdad, lo que supone exponer claramente la realidad de los hechos y la existencia de problemas, reconocer errores, precisar proyectos y matizar esperanzas, seguro de que, en una sociedad hiperinformada como es hoy la española, decir la verdad es rentable a medio y largo plazo.
«Cuando se está a la cabeza de un gran pueblo (…), el alma más frívola se cubre de gravedad pensando en la fecundidad histórica de los aciertos y los errores», escribió Azaña en vísperas de acceder a la presidencia de la República. Parecida gravedad debe de sentir Mariano Rajoy, antes de asumir una responsabilidad que será difícil de sobrellevar sin compartirla con otros.
Editorial, LA VANGUARDIA, 19/12/11