Francisco Rosell-El Mundo
En un trance parejo al del presidente Rajoy en Cataluña, donde el PP ha visto reducidos a tres escuálidos escaños su ya menguada representación, el laborista holandés Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo, no tuvo mayor ocurrencia que salir del paso aseverando que «el elector siempre tiene la razón, pero no siempre es justo». En lugar de admitir equivocaciones y yerros propios, Dijsselbloem tiró por el camino de en medio de buscar refugio en la incomprensión ajena, hábito bastante usual, por lo demás, entre gobernantes y aspirantes a serlo cuando se las tienen tiesas.
Hacen general olvido de ese principio cardinal de que toda crítica ha de ir antecedida de la autocrítica. Debió hacerlo Rajoy el viernes, pero apartó de sí ese amargo cáliz, rehuyendo la autocrítica y desperdigando la responsabilidad en todo el partido, como si fuera una pedrea y no hubiera graduación en la adopción de decisiones. Entre otras, en la aplicación tardía del artículo 155 tras la declaración unilateral de independencia de Cataluña y en su exclusivo uso para convocar elecciones.
Un error mayúsculo que le ha cosechado ese estropicio electoral y ha originado un efecto boomerang al reponer al frente de la Generalitat a las mismas fuerzas del golpe contra la legalidad constitucional. En román paladino, ha hecho un pan como unas tortas por no rematar lo emprendido. «Si empiezas a conquistar Viena –apunta la máxima napoleónica–, conquista Viena».
Admitiendo que todo el mundo es un excelente general de batallas ya oficiadas, no es menos cierto que, frente a los engañosos cantos de sirenas de sus interlocutores catalanes que relativizaban los planes separatistas, debió haber manejado el 155 antes del simulacro de referéndum independentista del 9-N de 2014, en vez de darlo por no llevado a cabo. Esa pasividad facilitó la andanada de la segunda consulta de características análogas del 1 de octubre, con el separatismo crecido al constatar lo ancha que es Castilla. Luego, cuando no le quedó otra, lo hizo de tal guisa que lo usó a modo de placebo, sin efecto quirúrgico alguno, para quitarse de encima lo que le quemaba en las manos.
Así, el destituido Puigdemont, prófugo de la Justicia, ha afrontado la campaña con el favor inestimable de los medios públicos de la Generalitat, junto a aquellos otros que han vivido de sus subvenciones, como si aún habitara el Palacio de la Generalitat y estuviera en ejercicio pleno de sus funciones. Simulando al personaje de Jim Carrey en El show de Truman, Puigdemont ha visto filmada toda su estancia en Bruselas.
Este reality, junto a la orquestación de sus trinos desde su jaula de oro de Bruselas, le ha granjeado la aureola de gran mártir de la causa. Alzado sobre esa alta tarima mediática, se ha adueñado del sitial que su vicepresidente y líder de ERC, Oriol Junqueras, calculaba tener reservado en el Olimpo independentista. Sumido en las sombras de la cárcel de Estremera, se explica el entripado de Junqueras al que dio rienda suelta a última hora denunciando la impostura del president errante.
No cabe en cabeza humana dejar a disposición de un golpista el mando de una división mediática desde la cual imponer sus argumentos de campaña y vilipendiar a sus contrincantes sin que la Junta Electoral, más allá de quítame esas pajas, meta en vereda, en tiempo y forma, a unos medios públicos de partidismo tan ramplón como insultante, así como ajenos al menor atisbo de independencia.
En ese caldo de cultivo mediático, en el que los separatistas han impuesto su relato y propagado su victimismo infantil, ¿quién puede extrañarse que hayan refrendado su mayoría absoluta en escaños, que no en sufragios, pese al triunfo histórico de Ciudadanos y de su candidata Inés Arrimadas, capitalizando el voto útil del arco constitucionalista? Pudiendo haber acrecentado su capital político y sus votos, Rajoy menoscabó lo uno y menguó lo otro mendigando los restos de las circunscripciones.
Lejos de hacer una vigorosa defensa del artículo 155, como garantía de restablecimiento de la legalidad y de la protección de las libertades, desprendió un complejo de culpa, que pronto olisquearon los soberanistas. Lo hizo en consonancia –todo hay que decirlo– con un PSOE que se había sumado a rastras y con un Cs que deseaba que Rajoy pechara con la cruz. Así fue hasta que Albert Rivera se percató –o lo percataron– de que podía hacer del 151 un banderín de enganche, quedándose con el santo y la peana. Debió coincidir con la primera de las masivas manifestaciones constitucionalistas de Barcelona y con la floración de banderas en los balcones de España. Cuando Rajoy quiso repescar el pez que tuvo en su mano, fue tarde. Ya previno Churchill que un error de tiempo en política es más grave que en gramática.
Salvo Cs y el independentismo, todos salen descalabrados. No menor es el fiasco del PSC e Iceta, llamado a ser el hombre de todas la circunstancias y dispuesto a bailar cualquier cosa con quien fuera. Confundió a propios y extraños, si es que no lo hizo consigo mismo, hasta producir la desbandada de votantes a Cs y sin atraerse al nacionalismo moderado que imaginó del brazo de los supervivientes de la Unió de Duran i Lleida.
Ahora bien, conociendo el paño del traje de Iceta, nada descarta que el PSC retome viejos empeños. Es lo que ha hecho desde que Maragall, en vez de vindicarse como alternativa al nacionalismo como adalid de la cosmopolita Barcelona de las Olimpiadas, se empecinó en ser más nacionalista que los nacionalistas con aquella malhadada reforma estatuaria que no reclamaba ni Pujol.
Ello desató una carrera a calzón quitado que no ha cejado desde aquella hora y que ha hundido al PSC en el hoyo que él mismo cavó bajo sus pies. Pedir el indulto a los golpistas fue el acabose de un candidato que perdió la verticalidad con ese desmañado tango a media luz.
El desastre ha sobrecogido a la par a Podemos, cuya marca hermana ha salido muy dañada del envite. Incluida esa Emperatriz de la Ambigüedad, Ada Colau, que codiciaba serlo del procés, pero que se ha quedado compuesta y sin novio (o novia), ya que lleva la ambigüedad hasta su sexualidad, según confesión propia de esta comediante de la política.
Habiendo sido primera fuerza en Cataluña en las últimas elecciones generales, Podemos ha incurrido en el error del PSOE cuando devino en PSC, lo que unido a su carencia de un proyecto para España –como le han dicho sus propios por boca de Errejón y Bescansa–, hace que el proyecto de Pablo Iglesias se diluya cual azucarillo en el café. Su poder real se limita al centro, pendiendo en la periferia de organizaciones que escapan de su férula, por mucho que se adorne con plumas ajenas.
Junto a las consecuencias letales que va a desencadenar en Cataluña el seísmo del 21-D, su sacudida puede reconfigurar el sistema español de partidos. A este fin, se ha abierto una ventana de oportunidad para Cs, cuyo tamaño oscilará en función de cómo juegue sus bazas Rivera y de la réplica que le den sus damnificados electorales Sánchez y Rajoy. Substancialmente este último, al compensar el primero ese eventual trasvase de votos a Cs con los provenientes de un Podemos que de mueve sin rumbo ni sentido.
El PP, salvo imprevisto golpe de timón, parece navegar directo hacia las rocas con una tripulación que, a sabiendas del error del capitán, pero subordinada a la disciplina orgánica, se precipita a un choque fatal que podría haberse evitado. Esa obediencia refleja reticencia a cuestionar la autoridad y está, según prueban informes oficiales, en el origen de catástrofes aéreas o nucleares como la de Fukushima en 2011. Pareciera que el partido del Gobierno hubiera llegado al final del camino.
Es verdad que la próxima cita son elecciones municipales y autonómicas donde la escasa implantación territorial de Cs frente a PP y PSOE puede drenar su crecimiento, pues recurrir a candidatos de aluvión origina grietas y crisis graves como las de Valencia. Dicho lo cual, Rivera empieza a ser visto como Pierre Trudeau, padre del actual presidente canadiense, lo fue en su momento en aquel país. «Un quebequés ejemplar –así lo retrata Michael Ignatieff– que combinaba un contundente rechazo al sentimiento nacionalista de su provincia natal con el compromiso apasionado de llevar a los quebequenses al centro de la vida canadiense».
Si aquel Quebec rico malbarató su riqueza y se sumió en el declive, pero suministró a Canadá el líder del momento, otro tanto puede acaecer con esta Cataluña extasiada ante el precipicio, mientras el show de Puigdemont la encandila con un número circense más inverosímil cada día.