El Correo-MANUEL MONTERO

La normalidad de las fiestas de Euskadi es mirar para otro lado sin ver o imaginar que los espacios festivos para enaltecer a pistoleros son una expresión de la autenticidad vasca

Buena parte de nuestra política no busca lo mejor para la sociedad, sino que tiene como principal propósito exculpar, perdonar o enaltecer el delito si este se presenta como político. Niega su carácter delictivo, difunde la idea de que la intención lo justifica todo y busca conmover a la opinión. Amplios sectores entienden que la prioridad pública consiste en no perseguir a tal delincuente. Mejor consentirlo.

En esto hay abundante jurisprudencia. En los tiempos del terror, la discusión política consistió sobre todo en cómo contentar al que combatía a la democracia con las armas: si negociar con él, qué negociar, los cambios que habría que realizar para darle gusto. La exculpación del terrorista consumió más energías que el llamamiento a acabar con el terror. La política no giró sobre el castigo del delito, sino acerca de qué darle al delincuente para que dejase de delinquir. Lo que fuese: si el terror no consiguió alguna victoria fue por su torpeza, por sus ganas de conseguirlo todo, no por numantinas resistencias a otorgárselo.

Se acabó la bicha, pero la política sobre el terrorismo sigue girando alrededor de los enaltecimientos que promueven sus seguidores, sin reacciones contundentes que lo impidan. Las fiestas del País Vasco se desarrollan ya con normalidad, suele decirse. Pues según: el alegato debe de referirse a que la muchachada no arremete a los viandantes con su tradicional saña. Nuestra normalidad es más que relativa: basta ver las imágenes habituales de las fiestas vascas, con pancartas reivindicativas del terror y actos que lo reivindican. Normalidad: mirar para otro lado, mirar sin ver o imaginar que los espacios que se gestan en las fiestas para enaltecer pistoleros y arremeter contra las fuerzas del orden son una expresión de la autenticidad vasca.

En nuestro ecosistema político, persiste una especie de seducción por la ruptura con la legalidad y una simultánea desconfianza respecto a ésta, como si el ordenamiento constitucional fuese una impostura, de cualidad inferior a las pasiones violentas. Nuestro sistema político y sus mentores tienen un componente antisistema.

La fascinación por quien viola la legalidad alegando razones políticas y exhibiendo agresividades prepolíticas explica en parte el éxito del independentismo catalán. Asombra que un par de millones de votantes se aprestasen a romper la convivencia con el convencimiento de que la política consiste en hacer la real gana. La formación democrática, que implica respetar las reglas del juego, es una tarea ardua, pero la experiencia histórica demuestra que para laminarla basta apelar a instintos primarios sobre las excelencias propias y la mediocridad de las hienas: les llamas hienas y te hacen jefe de la tribu.

Aun así, no dejan de sorprender esas fotos de jefes independentistas con rostros airados, llenos de indignación histórica. No cuenta al respecto que la opresión que denuncian se mueva en el terreno de los imaginarios y de las fantasías: en los últimos cuarenta años el catalanismo ha hecho de su capa un sayo, catalanizando todo lo catalanizable. En tales condiciones, sentirse oprimido requiere hiperdosis de victimismo, además de cara dura. Ciertamente, la historia no se desarrolló al gusto del nacionalismo y hay catalanes que no son nacionalistas, pero creer que la pluralidad y ese ‘pretérito imperfecto’ es opresión constituye una engañifa perversa.

Las hipersensibilidades victimistas y las idealizaciones de la violencia rasgan la democracia. Lo que amenaza con romperla es la falta de respuesta y ese respeto que suscita el delito de aire político. Por admiración soterrada, por no meterse en líos o porque no les digan fachas, buena parte de la contraparte no ve delito en el delito o lo mira con arrobo. Añora épocas de legalidad creativa, en la que la ley perdiese contundencia y quedara al albur del político. El cisco catalán se arreglaría con lo que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional: esta última contribución de Zapatero a avanzar en el callejón sin salida contribuye a explicar cómo hemos llegado a esto. ¿Lo inconstitucional puede ser constitucional?

De paso, nos enteramos de que la prioridad del secretario general de la UGT, cuando su organización cumple 130 años, es que «los consellers puedan salir» de prisión. Tanta sensibilidad social da razones sobre los recientes naufragios de los sindicatos. No necesitan a la patronal para hacerse la pascua, se bastan solos.

No es que la política propiamente dicha dé mayores muestras de saber qué hacer. El Gobierno suele decir que no le gusta la independencia –sólo faltaba– y apela al diálogo, pero sin calificar posiciones. ¿Qué expondría si llegara el mentado diálogo? No elimina la sensación de que lleva hablado algo que desconocemos. Difunde la idea de que todo lo lió el Gobierno de derechas por no comprender a estos ‘adalides de la libertad’, que considera más próximos. ¿Eso es todo?

Tampoco en la cuestión vasca se le ve mejor compuesto. Ha conseguido que el traslado de dos presos terroristas –inobjetable, pues cumplían las condiciones previstas– se vea como un pago al PNV por sus apoyos. Y, sin duda, hace falta revisar la política penitenciaria, pues las circunstancias de ahora no son las de hace diez años, pero los prolegómenos dan la impresión de que forma parte de una negociación partidista, lo peor que puede pasar.

La fascinación por el delito de intencionalidad política lleva a que se busque negociar con el delincuente. Este tiende a rasgarse las vestiduras si se aplica la ley. Lograrán que se rompan: las vestiduras ajenas.