JOSÉ MARÍA RIDAO-EL PAÏS

Las irregularidades presuntamente cometidas por el rey emérito no obligan a pronunciarse sobre la monarquía o la república, sino a admitir o rechazar la Constitución como medio para resolver el problema

Las noticias aparecidas sobre el patrimonio oculto del rey emérito, Juan Carlos I, han propiciado que algunos partidos políticos y sectores de opinión consideren llegado el momento de sustituir la monarquía parlamentaria establecida en la Constitución de 1978 por una república. Arrancando desde este perentorio punto de partida, parecería que todos y cada uno de los ciudadanos —y más quienes, por el motivo que sea, toman la palabra en público— están obligados a definirse como republicanos o monárquicos, al menos en la forma atenuada que ha representado hasta ahora el juancarlismo. En realidad, lo que falla es la premisa: las irregularidades presuntamente cometidas por el rey emérito no obligan a pronunciarse sobre la monarquía o la república, sino a admitir o rechazar la Constitución como instrumento para resolver este gravísimo problema. Porque es de suponer que nadie con responsabilidades políticas o sin ellas estará contemplando la temeraria posibilidad de suspender por vías de hecho el sistema político en vigor, invocando para ello la actuación del rey emérito, y, a partir de este vacío, poner en pie una república. Dicho en otros términos: incluso para convertir España en una república habría que partir del orden constitucional de 1978 y aplicar sus procedimientos de reforma, salvo que se proponga un excitante rodeo a través del caos.

Planteada la cuestión en estos términos, la solución más inmediata es invocar un principio pragmático, recordando que no es el momento de sumar una crisis de esta envergadura a las muchas que atraviesa el país, azotado por una pandemia y en vísperas de una crisis económica sin precedentes. La mayor debilidad de este argumento es que, al instalarse en el terreno de la razón política y no en el de la razón institucional, parece sugerir que en este último no hay nada que hacer, porque, de manera implícita, se toma a la monarquía por una causa perdida. Pero es que en el terreno de la razón institucional no es ni una causa perdida ni tampoco una causa que defender, sino parte de una Constitución que es la que debería recibir el apoyo. El hecho de que las malas prácticas pudieran haber llegado hasta las más altas magistraturas del Estado coloca ante un dilema que no es nuevo ni en España ni en Europa: cuando las sospechas de corrupción han hecho mella en órganos esenciales de un sistema democrático, ¿qué hacer?, ¿combatir la corrupción preservando el sistema o derogar el sistema con la excusa de la corrupción? Es a esta disyuntiva a la que están respondiendo sin decirlo algunas fuerzas políticas y sectores de opinión, ocultándola detrás de la que contrapone la monarquía a la república. Por lo demás, con una legitimidad incontestable, porque promover la conversión de España en una república no está prohibido por la Constitución y su aplicación sólo depende del respeto de las mayorías y los procedimientos.

Desde el punto de vista de la razón institucional, la posibilidad de que el rey emérito sea juzgado por los tribunales españoles significa que el sistema que deriva de la Constitución no es propiedad del que fuera primer titular de la Corona, por mucho que su actuación resultara decisiva para su elaboración y consolidación. Una vez aprobado por las Cortes constituyentes y ratificado en referéndum, el sistema constitucional pertenece a todos y cada uno de los ciudadanos, y es por eso por lo que unos tribunales democráticamente legitimados podrían, llegado el caso, pedir cuentas a don Juan Carlos por actos realizados durante los años en los que ejerció como jefe del Estado y también durante los que dejó de serlo. Por lo que respecta a los primeros, puede que los jueces lleguen a la conclusión de que sus actos, de confirmarse ilícitos, no son perseguibles sea cual sea su naturaleza, y en ese caso no es que el rey emérito habría escapado a la ley, sino que la ley se habría cumplido en su integridad. Porque, guste o no, la inviolabilidad es lo que la Constitución establece para las acciones del jefe del Estado, no a consecuencia de una singularidad sólo contemplada en España, sino en línea con lo que establecen otras constituciones democráticas del mundo. Aun así, no puede perderse de vista que, si el fiscal elevase el caso a los jueces por encontrar indicios de delito, y los jueces dejaran de entrar en él a causa de la inviolabilidad, el implícito reproche judicial no sería despreciable. Con la consecuencia adicional de que es dudoso que el sistema debiera conformarse con una jurisprudencia como la que, ateniéndose a las normas en vigor, sentara la inviolabilidad del jefe del Estado por cualquier acto, relacionado o no con su función: la reforma constitucional se impondría, por más que no pudiera aplicarse retroactivamente.

En cualquier caso, los presuntos actos ilícitos del rey emérito podrían haber tenido lugar también cuando ya no era jefe del Estado, siempre según algunas informaciones. La decisión a la que se enfrentaría en este supuesto la justicia y, tras ella, el resto de los poderes constitucionales es trascendental para el sistema. A nadie puede escapar que un proceso judicial con el rey emérito sentado en el banquillo conllevaría un profundo desgaste político, tanto interno como, sin duda, internacional. A cambio, abrir ese proceso si existieran causas legales para hacerlo sería la prueba de que la primacía de la ley no es un principio disponible en función de la persona que comparezca ante los jueces. Anteponer la razón política a la razón institucional en esta disyuntiva, infinitamente más probable que la que pretende enfrentar a la monarquía con la república, podría conducir a que, por evitar la imagen de un rey juzgado por una justicia que tanto tiempo se administró en su nombre, se provoque una incontenible frustración ciudadana contra un sistema al que, buscando protegerlo, se habría debilitado fatalmente.

El rey emérito decidió abandonar La Zarzuela, o tal vez fue invitado a hacerlo. En cualquier caso, salió de España y se instaló en un tercer Estado no confirmado oficialmente, del que, eso sí, se comprometió a regresar si es requerido por los tribunales, desmintiendo cualquier acusación de huida. No se han explicado suficientemente los motivos por los que don Juan Carlos debía abandonar su residencia cuando no está incurso en ninguna causa judicial, salvo que sean los mismos por los que cada vez se ofrece más bisutería propagandística y menos claridad política a los ciudadanos. Pero tampoco, que se sepa, parece haberse tomado conciencia de lo que este viaje al extranjero da a entender, como si lo único que importase fuera adivinar el destino final y las razones por las que habría sido escogido. Queriéndolo o sin querer, lo cierto es que el rey emérito está transmitiendo la impresión de que las instituciones han sido colocadas ante la disyuntiva de buscar la salida con él o contra él. Puede que la razón política haya llevado a todas las partes a ignorar que esto es así.

Pero lo que la razón institucional exigiría es que don Juan Carlos regrese a España, si no por otras razones, al menos por la de preservar la obra política en la que tuvo un papel protagonista. El daño que ha infligido a su propia reputación es probablemente irrecuperable, y eso es algo que le afecta a él como persona y como figura que, sin duda, tiene un lugar reservado en la historia. Pero infligir daños al sistema constitucional debería ser un límite infranqueable, tanto por él mismo como por la convivencia democrática. Y, por qué no, también por los ciudadanos que le otorgaron su confianza durante tantos años, los mejores de la reciente historia institucional de España.

José María Ridao es escritor.