Javier Tajadura-El Correo

Hay que desterrar cualquier mención a un proceso constituyente, solo posible sobre la base de la destrucción previa del orden constitucional vigente

La extrema polarización política que vivimos no es exclusiva de España. En Estados Unidos, Brasil o incluso Reino Unido -tradicionalmente paradigma de la moderación- las divisiones políticas de la sociedad se han acentuado notablemente. Se trata de un fenómeno inquietante de consecuencias potencialmente letales para el futuro de la democracia. La democracia como expresión del pluralismo requiere la existencia de un consenso sobre las reglas del juego político y sobre los principios y valores fundamentales del Estado constitucional. Dentro de ese marco, en la relación entre la mayoría y las minorías, entre el Gobierno y la oposición, el contrincante político no puede ser considerado como un ‘enemigo’ sino únicamente como un adversario con el que disputar legítimamente el poder.

Desde esta óptica, el lenguaje político que se emplea últimamente en las Cortes es impropio de una democracia. Los ciudadanos escuchamos con frecuencia discursos inaceptables en los que las injurias personales sustituyen a los argumentos. Así hemos visto llamar al adversario directamente asesino («tienen las manos manchadas de cal viva») o injuriar al padre del diputado que profirió aquel insulto («es hijo de un terrorista»). Con estos comportamientos y actitudes, el prestigio de la institución parlamentaria sufre un fuerte desgaste.

En este contexto, la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ha apelado a todas las fuerzas políticas a abandonar la retórica guerracivilista y a recuperar la «cortesía parlamentaria» y, en definitiva, los usos propios de la democracia. Su llamamiento ha tenido escaso éxito. Esto pone de manifiesto una vez más la necesidad de configurar la presidencia de las Cortes como una institución neutral y apartidista, basada en la ‘auctoritas’ y prestigio de su titular. El hecho de que -con notables excepciones- su titular opere como correa de transmisión del Gobierno de turno determina que su actuación se interprete siempre en clave partidista. Así ha ocurrido ahora, a pesar de que las advertencias de Batet estaban plenamente justificadas. En parecidos términos a Batet, un dirigente de Ciudadanos, Luis Garicano, ha advertido de la necesidad de declarar una «tregua» en la guerra abierta -en la que todo vale para destruir al adversario- que sostienen PSOE y UP, por un lado, y PP y Vox, por otro. La «tregua» es la única manera de evitar un proceso de desestabilización general del país de consecuencias funestas. Y ello, básicamente, por dos razones, una económica y otra política.

Desde un punto de vista económico, España se enfrenta a una situación crítica. La brutal caída del PIB obligará al Estado a recurrir a un endeudamiento masivo y a utilizar los fondos creados en Europa para la recuperación económica. Sin estos fondos será imposible estabilizar la economía y, lógicamente, Europa no los librará si no aportamos unas garantías mínimas. Entre ellas, la de aprobar unos Presupuestos generales acordes al nuevo contexto económico.

La ausencia de Presupuestos no solo podría abocar al fin precipitado de la legislatura, sino que dificultaría gravemente la recepción y gestión de los fondos europeos. La «tregua» -entre PSOE y PP- es imprescindible para que, de la misma forma que hacen en Europa, ambos acuerden las bases económicas y sociales de la superación de la crisis. La votación del Ingreso Mínimo Vital es una señal en la buena dirección. Pero es insuficiente: es preciso pactar una ambiciosa reforma fiscal y acometer de una vez la reforma de la Administración y del sistema autonómico. De la crisis del Covid-19 se pueden extraer muchas lecciones, como la necesidad de fortalecer las competencias y los recursos del Ministerio de Sanidad y la importancia de evaluar la gestión de las políticas públicas. Todas estas reformas, para ser sostenibles en el tiempo y creíbles ante Europa, tienen que ser pactadas entre los dos grandes partidos de gobierno existentes en España: PSOE y PP.

Desde un punto de vista político, el avance de las investigaciones en torno a posibles irregularidades financieras por parte del Rey emérito podría ser manipulado con objetivos desestabilizadores. Para hacer frente a cualquier maniobra tendente a atacar al Rey Felipe VI y a la Corona -clave de bóveda del edificio constitucional- los partidos que vertebran la monarquía parlamentaria, PSOE y PP, deben mantenerse unidos. Ello requiere desterrar cualquier mención a un posible momento o proceso constituyente -como la irresponsablemente realizada por el ministro de Justicia- que solo es posible sobre la base de la destrucción previa del orden constitucional vigente.

Las dos razones justificadoras de la tregua y el acuerdo político están indisolublemente unidas. Al fin y al cabo, cualquier desestabilización política tendrá consecuencias económicas. Y a la inversa, el desbordamiento de la crisis económica afectaría a la estabilidad política.