IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Para desalojar a Sánchez no basta el voto de los convencidos. Falta el de los escépticos, los reticentes, los tímidos

Oel aforador de la delegación del Gobierno era un discípulo de Tezanos o se le debió de estropear la herramienta de contar gente. Treinta mil personas, la cifra oficial, son menos de las que festejan los títulos del Real Madrid en Cibeles. Se trataba de menospreciar la manifestación, como hizo también el propio Sánchez al compararla con la de los jubilados ‘indepes’ y calificarla de excluyente, pero no ofende quien quiere sino quien puede. Y cualquier imagen de la marcha testifica que allí había ‘grosso modo’ bastante más de cien mil asistentes. En todo caso, da igual la clásica guerra de datos: eran muchos, muchísimos españoles deseosos de expresar su rechazo a una mutación constitucional en ciernes, su alarma ante a la ofensiva contra la separación de poderes, su indignación por los pactos con Junqueras y Otegui, su desacuerdo con la redacción incompetente y sectaria de las leyes. Un río humano al que la arrogancia sanchista saludó con el habitual despliegue de displicencias y desdenes.

Ahora bien, cuidado con el efecto de realidad aumentada que tiende a producir esta clase de protestas multitudinarias. Por concurridas que sean, sólo demuestran la existencia de un malestar cívico, de una corriente de legítima irritación ciudadana. El cabreo, el descontento, el hartazgo, incluso la rabia de un amplio segmento social e ideológico con musculatura y nervio suficientes para movilizarse en masa. Pero eso no significa ‘per se’ la existencia de una mayoría electoral capaz de respaldar una alternativa democrática. A menudo, como sucede también en las redes sociales, tendemos a retroalimentar nuestras opiniones con otras semejantes y nos deslumbramos con el eufórico, sesgado espejismo de una hegemonía de apariencia incontestable olvidando que los cambios políticos se consuman en las urnas aunque se fragüen en la calle.

El éxito de las convocatorias constitucionalistas contra el ‘procés’ –aquella Urquinaona rebosante– no logró sacar del poder al separatismo. Zapatero, en su primer mandato, también afrontó gigantescas concentraciones en su contra sin resultado efectivo. Para desalojar a Sánchez se necesita algo más que el voto de los convencidos: tienen que sumarse también los desengañados, los indecisos, los reticentes, los oscilantes, los tibios. Esa porción de ciudadanos que no se acaba de identificar con ningún partido, no se motiva con gritos y contempla la batalla política con cierto escepticismo. Las fuerzas que capitalizaron Cibeles tienen pendiente la tarea de persuadirlos. Porque son los que guardan entre sus manos la llave del vuelco. Bastará con un millón, quizá con medio, pero no hay relevo posible sin ellos. Y están ahí, en sus casas, en silencio, esperando razones, argumentos, propuestas para vencer su desapego. Lo de ayer fue necesario pero falta un esfuerzo que convenza y empuje a los que aún albergan recelos.