- Por una vez, no miente el doctor Sánchez. «Lo real es verdadero». Algunos lo llamamos dictadura
Sánchez andaba huérfano de un corpus teórico sobre el cual asentar ese despotismo blando que quedaba, sin él, poquísimo elegante. Lo halló. En fórmula que alguien debió sugerirle de resonancia hegeliana: «La verdad es la realidad».
Por vez primera, los redactores del hombre de la Moncloa le dieron a enunciar un problema serio. Da igual que él ni siquiera sospechara hasta qué punto. Quienes llevamos una vida entera dedicándonos a esa cosa poco útil llamada filosofía le agradecemos el detalle. Porque nuestra disciplina nació en Grecia –casi un siglo antes de que la palabra «filosofía» se acuñara– en la paradoja que fulmina lo real en lo dicho. Y en los problemas insolubles que ese decir lo real como imposible desencadena. Los griegos llamaban a eso una «aporía»: algo que no puede ser formalizado.
En su versión más sencilla, consiste en esto: uno se planta ante otro y le dice «miento». Y cualquier lazo entre lo verdadero y lo real queda en añicos. Si lo que uno dice al otro es verdadero, entonces es verdad que está mintiendo. Si es mentira, es verdad que miente, y, al ser verdad, el enunciado inicial queda desmentido. La espiral no cesará de girar ya nunca. Así el lenguaje. Y, sin embargo, el sujeto que lo enuncia –un cretense legendario– es real. Real es quien lo escucha. Reales, el mundo y la lengua en la que ambos hablan. Sólo que aquello que de lo real es dicho inventa un universo nuevo e inasible: el de lo imaginario. Que ya no es ni verdadero ni falso; que construye su propia realidad, la de una red de ficciones verosímiles, a la cual llamamos lengua y que rige la configuración escénica del mundo.
En literatura, de ahí nació para los griegos su mayor joya: la «tragedia»; esa que, con Esquilo, Sófocles y Eurípides, configuró anímicamente los incurables desgarros humanos, hasta este siglo nuestro en el cual la literatura se extingue. Y nacieron los juegos de poder –esa variedad pragmática de los juegos escénicos–, que iban a tejer la urdimbre de lo que llamaron «política». A la estéril –y por eso bella– interrogación de cómo lo imposible pueda ser erigido en realidad inexorable a través de la lengua, dieron el tan frágil nombre de «filosofía».
Todo está ahí, en ese instante no fechable con precisión, entre los siglos VI y IV, en el que un cretense llamado Epiménides se planta ante su interlocutor anónimo y la asesta un «miento»: yo, que te estoy hablando, miento. Verdad cuando mentira, mentira cuando verdad. Espiral diabólica de la pregunta que destruye sus respuestas.
«La verdad es la realidad», dictamina Sánchez.
¿La «realidad» de la Alemania hitleriana? Leamos la deslumbrante LTI. La Lengua del Tercer Imperio de Victor Klemperer: la «realidad» de una universal identificación de la lengua ciudadana con lo que la «verdadera» lengua, codificada desde el poder, da como irrebasable. Porque hablar una lengua es ser necesariamente siervo de ella. Y repetirla. No se repite una lengua inocentemente. Sin eso, nunca hubiera habido Auschwitz.
¿La realidad de la URSS estaliniana? La de una identificación blindada de cada sujeto con la lógica que la lengua del Estado-Partido impone como racionalidad única. De su lado, la «realidad» que es «verdad»; del otro, lo impensable: crimen o locura. Castigable o psiquiatrizable. Sin eso, nunca hubiera habido Kolima.
¿La «realidad» de la Camboya khmer? La de un habla en la cual lectura y escritura aparecían como «verdaderos» crímenes, cuyos agentes merecían en justicia algo bastante peor que la muerte. Sin eso, nunca hubiera habido campos de exterminio.
No nos engañemos: no hay un genocidio moderno que no haya necesitado pasar a través de un hablar a la medida: de un habla en la cual «lo real» sea milimétricamente impuesto por la lengua que codifica a la medida «lo verdadero».
Por una vez, no miente el Doctor Sánchez. «Lo real es verdadero». Sencillamente, porque el poder exuda realidad exenta de preguntas. Algunos lo llamamos dictadura.