KEPA AULESTIA-EL CORREO
La presencia del rey Felipe VI ayer en las instalaciones de SEAT en Martorell, a una semana de que se cumpla el plazo máximo para la constitución del Parlamento catalán tras el 14-F, tuvo lugar al día siguiente de que trescientas organizaciones empresariales y sociales se diesen cita en la Estación del Norte de Barcelona para reclamar a las instituciones catalanas que «ejerzan su autoridad democrática y sus responsabilidades sin complejos». Al acto de Martorell rehusaron acudir los dirigentes en funciones de la Generalitat; y un grupo de personas insistió en la calle en que «Cataluña no tiene rey». Mientras, el Monarca expuso algunas realizaciones y planes del Gobierno para aquella comunidad autónoma, dando un sentido inusualmente gubernamental a sus palabras, más propias de quien preside el Ejecutivo central. Al tiempo que la CUP, con nueve escaños, confirmaba sus aspiraciones a presidir la Cámara autonómica a partir del próximo viernes.
Durante los últimos diez años Cataluña no solo ha vivido momentos de fractura política que ha generado divisiones entre los propios ciudadanos. Fractura y divisiones que en estos momentos impiden imaginar siquiera mayorías de gobierno transversales, de independentistas y no independentistas. Además, se ha dado lugar a realidades paralelas que se visibilizaron ayer, con Felipe VI y Pedro Sánchez sintiéndose acogidos en una planta industrial de Martorell, y las autoridades autonómicas simulando que allí no pasaba nada para encerrarse en los edificios de la Generalitat a la espera de que madure un nuevo acuerdo de gobierno independentista bajo el marcaje de la CUP. Un marcaje que esta vez parece más indirecto que cuando en enero de 2016 impuso la renuncia de Artur Mas a la presidencia de la Generalitat para sustituirle por Carles Puigdemont.
Durante los últimos diez años una mayoría parlamentaria de arrastre fue capaz de neutralizar al resto del arco político y persuadir al conjunto de la sociedad de que la historia abocaba a los catalanes a la gestación de una república propia, con el argumento de que la autonomía ya no daba más de sí. Aunque quienes protagonizaron los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017 saben perfectamente que su fortaleza no está en la invocación de la quimera independentista sino en el poder que les confiere el gobierno autonómico. Solo que para ello precisan mantener el ardor secesionista a temperatura suficiente. Y para eso sirve el Parlamento. Imaginémoslo presidido por alguien de la CUP sin que la CUP entre en el gobierno de la Generalitat. Téngase en cuenta que cada una de las realidades paralelas puede desdoblarse, a su vez, hasta el infinito.