Ignacio Camacho, ABC, 27/3/12
El régimen andaluz sólo envejece en las encuestas; el PSOE se ha desgastado menos en treinta años que el PP en tres meses
CUANDO el PSOE empezó a gobernar en Andalucía, Felipe González ni siquiera era aún presidente del Gobierno. Lady Thatcher había mandado invadir las Malvinas, el malvado JR dominaba el interés de la televisión y el padre de Xabi Alonso jugaba todavía en la Real Sociedad. Desde entonces los socialistas han puesto y quitado a cinco líderes a tenor de sus vaivenes internos, pero ninguno ha dejado el cargo por culpa de las urnas; hubo uno que llegó a regañadientes, forzado por Alfonso Guerra, y se quedó dieciocho años como el que no quiere la cosa. Entre todos han administrado la autonomía como si fuese un predio hereditario o un monopolio de poder, y la han convertido en un parque temático de la izquierda en el que suceden prodigios propios del realismo mágico: el régimen sólo envejece, como el retrato de Dorian Gray, en la realidad virtual de las encuestas y el PSOE se ha desgastado menos en treinta años que el PP en tres meses.
En las entrañas de ese limbo blindado no logra penetrar la ciencia demoscópica, una forma ingenua de conocimiento que se basa en la candorosa premisa de que los ciudadanos dicen la verdad a los encuestadores. Los sociólogos han diseñado mecanismos de cálculo para corregir la posibilidad de que les mientan pero no cuentan con la sofisticada modalidad de coqueteo que ha desarrollado el electorado andaluz: después de tanto tiempo la gente se ha acostumbrado a sus gobernantes y les advierte de mentirijillas en los sondeos para que espabilen, pero luego los vuelve a votar con la inercia rutinaria de siempre. En las elecciones del domingo se observó un inédito efecto de mímesis al otro lado del espectro político: a los votantes del centro derecha, supuestos interesados en alterar el statu quo, también les da pereza consumar el romance. Habituados al paisaje institucional se quedaron en sus casas con la apatía contemplativa del que teme desequilibrarse por un sobresalto.
Ese trantrán conformista ha devenido en una especie de seña de identidad colectiva. Acunados por un sector público complaciente que se alimenta con transferencias de renta externa, los ciudadanos se dejan mecer en una enorme hamaca de proteccionismo clientelista y no quieren que nadie los despierte con sacudidas aventureras. La corrupción es un lejano y tolerable zumbido de fondo y el paro una molestia estructural con la que se han acostumbrado a convivir. No se trata de una existencia rutilante pero tampoco está sometida a excesivas zozobras; llegado el momento de elegir cómo solucionar los inevitables problemas, prefieren dejarlos en manos de los mismos que los han generado, que tal vez por eso sean quienes mejor los conocen. Para entender sin perplejidad este comportamiento de raíz estoica conviene recordar los dos principios más antiguos de la democracia: que el pueblo nunca se equivoca y que por tanto siempre procura los gobiernos que se merece.
Ignacio Camacho, ABC, 27/3/12