Isabel San Sebastián, ABC, 17/9/12
RECUERDO bien el tsunami que recorrió el país de costa a costa hará unos diez años, cuando José María Aznar, a la sazón presidente del Gobierno, dijo aquello de «España se rompe». La progresía más excelsa reaccionó con hilaridad, atribuyendo al comentario una dimensión grotesca. El nacionalismo montaraz se llevó las manos a la cabeza, en un alarde de ese victimismo indignado que interpreta con maestría y siempre le ha producido excelentes resultados. La opinión pública, salvo raras excepciones, consideró que la advertencia era fruto de una exageración muy propia de la actitud soberbia y despectiva que a esas alturas de su mandato caracterizaba al entonces líder del PP. Se confundió el fondo con la forma. El talante con el talento. El dedo que señalaba con la luna a la que había que mirar. Pero la verdad es que Aznar acertaba, por torpe que resultara su manera de actuar.
En el año 2003, justo antes de que el infausto Zapatero ganara sus primeras elecciones, ETA estaba tan derrotada policialmente como pueda estarlo ahora, con todas sus ramificaciones políticas ilegalizadas y proscritas de las instituciones, mientras el PNV de Ibarretxe se había topado con un muro infranqueable de constitucionalismo al presentar su plan soberanista en el Congreso. En Cataluña lo que se pedía era un nuevo estatuto y únicamente los republicanos de Ezkerra hablaban abiertamente de secesión. Hoy los terroristas han regresado a los ayuntamientos y diputaciones, desde donde velan armas para tomar al asalto el Parlamento de Vitoria. Allí sumarán sus escaños a los del nacionalismo mal llamado «moderado», que ya no se molesta en disimular sus ansias rupturistas. Y entre tanto el Gobierno sigue paso a paso bajo cuerda el «plan de paz» trazado por el Ejecutivo anterior, que no es sino una rendición a plazos con pagos tan humillantes como la liberación del asesino-torturador Bolinaga, cuya sonrisa rechina en nuestras conciencias. En Barcelona, entre tanto, un millón de catalanes salen a la calle en demanda de independencia, mientras el «president», Artur Mas, amenaza sin recato con alentar ese movimiento si los demás no cedemos a su chantaje económico.
Nos vendieron, desde la izquierda bienpensante y la derecha cobarde, que el mejor modo de frenar los embates del secesionismo era mostrarse conciliador y poner la otra mejilla. Idéntico argumento emplearon los máximos exponentes del pensamiento blando que se ha adueñado de Occidente al abordar el desafío del islamismo violento que avanza a uña de caballo por la ribera sur del Mediterráneo, aniquilando cualquier vestigio de primavera que hubiera podido alentar tras el derrocamiento de los dictadores: Nada de caricaturas de Mahoma o videos presuntamente ofensivos, ni una sola «provocación», renunciemos si hace falta a la libertad de expresión con tal de tenerles tranquilos, salvaguardemos nuestra «seguridad» a cualquier precio, incluido el de abdicar de los principios que nos definen y otorgan una identidad…
Nos engañaron. Ninguna de las cesiones que hemos hecho ha logrado otra cosa que alimentar al monstruo que pretende devorarnos, ni dentro ni fuera de casa. La política de la claudicación ha fracasado sin que se atisbe por ninguna parte la voluntad de poner en marcha un auténtico rearme moral. Churchill tenía razón. Podíamos elegir entre la humillación y la guerra; escogimos la indignidad y además tendremos guerra.
Isabel San Sebastián, ABC, 17/9/12