Parece que la juventud viene fina; pero será porque las anteriores generaciones lo hemos permitido. Hemos establecido la figura del héroe solitario, al que no hacemos caso hasta que nos pasa a nosotros lo mismo que a él. Seguiremos pensando que nuestros hijos son unos benditos, que sólo se emborrachan los de los otros y que somos ciudadanos modélicos porque apadrinamos a un niño en Perú.
Aunque todavía no hemos llegado a tanto, empezamos a ver en nuestro entorno escenas que nos remiten a la inseguridad que existía en los años ochenta en populosas ciudades de Estados Unidos. Esas que nos presentaban películas y telefilmes regodeándose en el deprimente miedo ante lo más cotidiano, bajar a un aparcamiento, entrar en la tienda del vietnamita a comprar una pizza a la ocho de la noche o asistir a una escuela pública de secundaria. Aquí, en Euskadi, resulta que el año pasado veintidós profesores de colegios han sido agredidos por sus alumnos al mejor estilo de aquellos telefilmes americanos. Mi hermana ya me lo dijo hace tiempo, que vería antes de jubilarse guardias jurados en los colegios para vigilar a los alumnos.
No se trata sólo de vivir asustado en una urbanización privada en la costa mediterránea o en la sierra de Madrid. La policía tiene bastante, por lo visto, con el crimen organizado y el terrorismo como para atender a terrores tan cotidianos como el de una profesora agredida o el de la viejecita que va al mercado con lo mínimo imprescindible porque ya le han atracado seis veces. La policía tiene altas misiones y, además, algunos de sus más avispados miembros se despiden y montan empresas de seguridad, porque los poderes públicos han decidido que también la seguridad ha de privatizarse. El ciudadano, en muchos casos, si quiere seguridad tiene que pagarla. En ocasiones, desde la izquierda se ha lanzado algo más que la insinuación de que el deterioro de la seguridad venía animado desde determinados poderes públicos para después hacer el agosto desde las empresas privadas de seguridad. Dejémoslo tan sólo en una sospecha.
Pero lo real es que el ciudadano se ve abocado en muchos ámbitos de su vida a asumir privadamente el problema ante la incapacidad del Estado, como si fuera Gary Cooper en Sólo ante le peligro. Especialmente, cuando la menuda profesora que fue educada en su juventud en las Mercedarias de Berriz tiene que enfrentarse a un aula de mozalbetes y muchachas -acaban diciendo siempre las profesoras que ellas son las peores- que recuerda demasiado, por modas también traídas por algunos inmigrantes latinoamericanos, lo que sonará a incorrecto, a las aulas estadounidenses mostradas en aquellas películas. Veintidós profesores agredidos en esta comunidad, donde el erario público más destina a la docencia y a los servicios sociales es preocupante, porque esto no es el Bronx ni mucho menos.
Parece que la juventud viene fina, pero si es así será porque las anteriores generaciones lo hemos permitido. ¿O es que resulta ejemplar la conducta del abuelo de 65 años que corría por una carretera catalana a más de doscientos por hora en su moto?, ¿o el del viejete que por fumar un cigarrillo en el hospital antes de ser operado de un enfermedad pulmonar se escapa a un tejado y cae muerto desde un falso techo a un quirófano? La verdad, como casi siempre, habrá que concluir que entre todos la matamos, que estas situaciones tan desagradables no aparecen de nuevas, que desde hace tiempo se vieron los riesgos que de cara al futuro se estaban fraguando con la excesiva permisividad.
Así que ya en esta sociedad nuestra del bienestar hemos establecido la figura del héroe solitario, al que no le hacemos ni puñetero caso hasta que lo que le sucede nos pasa a nosotros mismos; el que tiene que enfrentarse al miedo en su residencia aislada, al entrar en un aula a impartir la clase o al pasar por un determinado barrio a una determinada hora.
Nosotros seguiremos pensando que nuestros hijos son unos benditos, que sólo se emborrachan los hijos de los otros y que somos unos ciudadanos modélicos porque tenemos apadrinado a un niño en el Perú. Y así hasta que nos pase a nosotros lo que les pasa a ellos y descubramos la tremenda angustia que supone pasar miedo y las peligrosas reacciones, hijas de la desesperación, que pueden suscitarse. Y esto tiene visos de ir a peor.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 11/7/2007