JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor sostiene que existe delito de rebelión en el golpe secesionista por la violencia institucional ejercida y porque perseguía vulnerar el orden constitucional, destituir al Rey y romper la unidad territorial de la nación.

EL GOBIERNO de Pedro Sánchez, y él especialmente, no parecen darse cuenta de que están sentados sobre un barril de pólvora que en cualquier momento puede estallar si siguen colaborando con los separatistas y sus compañeros de viaje. Y digo colaborando, porque el denominado vicepresidente efectivo del Gobierno, Pablo Iglesias, manifestó al salir de su visita oficial a Junqueras, en su despacho carcelario, que «el Gobierno tenía que cuidar a la mayoría que mediante la moción de censura nombró presidente a Pedro Sánchez».

Y, en efecto, la está cuidando hasta tal punto que para lograrlo, no importa que se desdiga de lo que dijo cuando estaba en la oposición («creo que clarísimamente ha habido un delito de rebelión», dijo en mayo), manifestando ahora lo contrario ya que es lo que necesita para seguir sentado inconscientemente en el barril. Para empezar, lo más importante, según le transmitió presuntamente, el líder de Podemos tras la audiencia palaciega con Junqueras, es que bajo ningún concepto se puede comenzar el juicio oral de los golpistas, manteniendo la imputación del delito de rebelión, regulado en el artículo 472 del Código Penal. A tal fin, el presidente Sánchez resucitó, para coaccionar al Tribunal Supremo, hace unos días, la interpretación que hace muchos años expuso Federico Trillo sosteniendo que no puede haber rebelión sin armas, es decir, sólo los militares como el general Sanjurjo pueden organizar una rebelión, según nos cuenta la documentada novela histórica que acaba de publicar Luis María Cazorla. Pero antes de entrar en el análisis de lo que se debe entender por rebelión, según una interpretación lógica, merece la pena que señalemos que el presidente de la Generalitat es un perfecto ignorante de lo que debe ser un Gobierno democrático. En efecto, Joaquín Torra, con la humildad y realismo que le caracterizan, advierte al Gobierno de que «no aceptará ninguna sentencia que no sea la libre absolución de los encausados». En otras palabras, para él la ley no tiene importancia y no hay que cumplirla, lo mismo que las sentencias del más alto tribunal, pues afirma también que «estamos en la puerta de un juicio que sabemos de antemano que será una farsa».

Como se ve, para Torra el Estado de derecho tiene el mismo valor que un Estado de derechas, por decir algo, y, por consiguiente, hay que combatirlo, porque su Gobierno tiene como único objetivo «construir un Estado que traduzca en acción y conducta las inspiraciones colectivas derivadas del procés». Pero Torra ignora que la política debe ser un compromiso por la justicia, es decir, por la voluntad de aplicar el derecho y por la comprensión del derecho, es decir, por el cumplimento de la ley. Sin embargo, la conducta de los separatistas catalanes ha abierto hace años otra puerta que ha sido la que les ha llevado a desvirtuar el derecho y a la destrucción de la justicia. Precisamente por eso sus dirigentes, todos presuntamente culpables, unos están en la cárcel y otros son prófugos. Creo que hay que recordar a Torra, por si no lo sabe o por si lo ha olvidado, lo que escribió San Agustín y se enseña en todas las Facultades de Derecho del mundo civilizado: «Quita el derecho y entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?». Sentencia que no sólo sirve a los gobernantes separatistas catalanes, sino que también habría que recordárselo, por si acaso, a ese pseudoGobierno que preside Pedro Sánchez por ahora.

Y vayamos ahora al problema de la definición del principal delito que se atribuye a los encausados: el de rebelión, aparte de alguno más. A mi juicio, las opiniones que se han formulado hasta ahora, si no me equivoco, se han centrado fundamentalmente en el párrafo primero del artículo 472, que dice: «Son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes». El problema, por tanto, surge en la palabra «violenta», es decir, según muchos juristas y, por supuesto, los propios separatistas catalanes, mantienen que no hubo violencia en los actos que se les imputan. Porque para ellos la violencia consiste en la utilización de armas e incluso en la existencia de heridos graves o muertos. Evidentemente, no hubo armas, entre otras cosas, porque los golpistas no necesitaban usar la violencia física en todos los casos puesto que ya poseían el poder, pero sí utilizaron una violencia institucional que fue determinante. Por lo demás, a pesar de lo que afirman los imputados, también recurrieron a la violencia, según expuso el Ministerio Fiscal de forma impecable: «Los querellados se valieron de la población en incesantes actos de insurrección pública, desobedeciendo o resistiendo colectivamente la autoridad legítima del Estado, ocupando al efecto carreteras, calles o edificios públicos, y sometiendo a los agentes de la autoridad a un incesante acoso en actos que alcanzaron dimensión suficiente para colmar el elemento de violencia que requiere el tipo» (Auto de la magistrada Carmen Lamela de 31 de octubre de 2017). En definitiva, esta descripción de la rebelión se identifica con la acepción del diccionario de la Real Academia, que es la que me parece más acertada: «Acción violenta o contra el natural modo de proceder». Sea como fuere, no voy a entrar aquí en disquisiciones filológicas, aunque hay que reconocer que la violencia no sólo es física, sino que puede ser también psicosocial en forma de insultos, amenazas, mentiras, menosprecio, aislamiento, acoso. Todo esto existió y basta para comprobarlo el testimonio de muchos catalanes no separatistas que lo tuvieron que sufrir.

Ahora bien, lo importante para mí, en este caso, no es el análisis de los medios violentos que se utilizaron durante los meses de septiembre y octubre de 2017, sino el fin de lo que perseguían, y que es lo que convierte a su acción en una verdadera rebelión o rebelión. Se atribuye tal vez erróneamente a Nicolás Maquiavelo la famosa frase «el fin justifica los medios», pero sea quien fuere su autor auténtico, la han utilizado cínicamente muchos políticos, entre ellos Napoleón, aplicándola a su política. Como vimos, el artículo 472 CP señala que son reos de rebelión los que busquen «cualquiera de los fines siguientes». Para el legislador basta con que se persiga uno de los siete supuestos que se enumeran. Pues bien, en el caso del golpe de Estado institucional realizado por el Gobierno y la mayoría parlamentaria de separatistas catalanes, lo que pretendían era alcanzar tres de los siete fines enumerados. El primero: derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución; el segundo: destituir o despojar en todo o en parte de sus prerrogativas y facultades al Rey o Reina u obligarles a ejecutar un acto contrario a su voluntad; y el quinto: declarar la independencia de una parte del territorio nacional. En resumidas cuentas, estos objetivos no se consiguen jugando en una tómbola, sino que de acuerdo con la frase de que «el fin justifica los medios», la forma de conseguir los tres fines consistía en utilizar los medios adecuados, legales o ilegales, esto es, actos de violencia física, psicosocial o jurídica.

POR CONSIGUIENTE, lo decisivo para definir el delito de rebelión no consiste, a mi juicio, en analizar los medios que se han empleado, sino en insistir en los tres objetivos que se perseguían y que estuvieron a punto de conseguir por la pasividad del Gobierno de Rajoy. Lo grave es que continúan queriendo obtenerlos todavía mediante la desobediencia, los desórdenes en la calle y la creación de nuevas herramientas independentistas, como la Crida y el Consejo de la República, o como se llame. Pero, sobre todo, con el chantaje a un presidente del Gobierno que ha vendido su alma a separatistas, neochavistas y neocomunistas, ya que necesita sus votos para poder seguir en La Moncloa. Ahora bien, esta presunta traición del presidente del Gobierno a su patria, que podría rectificar mediante la inmediata convocatoria de elecciones, puesto que le sobran votos según el CIS, no fraguará en ningún caso porque la mayoría de los españoles de bien, el Rey y el Tribunal Supremo no lo consentirán. De ahí que, como ya he dicho en otro artículo, hoy estar a favor de la Corona no significa ser monárquico, sino defender la unidad de España aun siendo republicano de corazón. Por el contrario, estar a favor de la República no significa que se vaya a implantar una democrática para todo el territorio nacional, sino que sin duda surgiría, como ya conocimos en 1873, una fragmentación de España semejante a la que sucedió en Yugoeslavia hace tan solo 28 años y, por supuesto, no de forma pacífica.

En definitiva, lo que sí anticipó Maquiavelo es que el Estado dispone del monopolio de la violencia legítima para defender su unidad y conservación, como también advirtió agudamente Max Weber. Estas son las palabras del escritor florentino, en El Príncipe: «Debéis saber que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; y otra, con la fuerza; la primera es propia del hombre; la segunda lo es de los animales, pero como muchas veces la primera no basta, conviene recurrir a la segunda». De ahí que habría que recordar a Torra, ante sus continuas bravatas que al final quedan en nada, que las palabras se gastan cuando se usan sin que las preceda el pensamiento en contraste con la realidad.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.