El autor subraya que la polémica sobre la acusación de rebelión a los líderes políticos y sociales independentistas debe tener una naturaleza técnico-jurídica, al margen de cuestiones que atañen a la política.
COMOes bien sabido, existe una importante polémica jurídica y política acerca de si las conductas atribuidas a los líderes políticos y sociales catalanes que se encuentran actualmente encarcelados y huidos constituyen o no un delito de rebelión. Un delito definido por el artículo 472 del Código Penal, según el cual «son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para» conseguir alguno de los fines que allí se indican, entre los cuales cabe destacar ahora los de «derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución» (apartado 1º) o «declarar la independencia de una parte del territorio nacional» (ap. 5º).
La polémica es, en cualquier caso, limitada en lo que al ámbito jurídico se refiere. En efecto, dejando al margen las posiciones de las defensas y algunas otras doctrinales, más o menos minoritarias, las discrepancias jurídicas existentes entre las diversas posiciones institucionales presentes en el procedimiento (Instructor, Ministerio Fiscal, Abogacía del Estado…) se centran básicamente en la concurrencia o no de la violencia que el artículo 472 del Código Penal exige para que se dé el supuesto típico. Si tal violencia no existiese, podría ser aplicable el tipo penal de la sedición, definido en el artículo 544 del mismo Código («son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes»); o incluso la figura de los «desórdenes públicos» de los artículos 557 y siguientes…
Esta cuestión es estrictamente técnico-jurídica. Discusiones doctrinales aparte, hoy está en manos de los tribunales y serán en última instancia los órganos jurisdiccionales competentes (los ordinarios y, en su caso, los constitucionales y europeos) los encargados de resolverla a la vista de los argumentos y elementos probatorios incorporados al proceso, como es propio de cualquier Estado de derecho. Pero la discusión plantea una cuestión de fondo que, a mi juicio, tiene un alcance más amplio. Una cuestión que parecen priorizar quienes reclaman que la solución no ha de ser «estrictamente» (¿?) jurídica, sino esencialmente política.
Normalmente, quien así razona no suele referirse a la regla básica de interpretación establecida por el artículo 3 del Código Civil, según el cual las normas han de interpretarse teniendo en cuenta «el contexto, los antecedentes… y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente» a su «espíritu y finalidad». Eso es lo que los tribunales hacen todos los días, pero al parecer no basta. Porque quienes eso afirman tratan de subrayar la necesidad de valorar esas conductas conforme a consideraciones e intereses de naturaleza política que, naturalmente, no se encuentran objetivados en la ley, y que alguien (generalmente, el que así razona) ha de apreciar. Según este argumento, es preciso tener en cuenta el contexto (político, en este caso) para proceder (o no) a la aplicación de la norma.
Pero una valoración política puede significar cabalmente lo contrario. Porque, si de política hablamos, podemos acudir a las fuentes y, como Maquiavelo en su retiro en San Casciano, podemos buscar en los clásicos de nuestro pensamiento político alguna idea que nos oriente.
Si así lo hacemos, podremos reparar en John Locke y en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, obra básica en la construcción de la noción del contrato social como acto legitimador del poder que ejercen los gobernantes gracias al consentimiento de los gobernados. Pues bien, allí (en los puntos 226 a 228 del Capítulo 19, De la disolución del Gobierno) expone Locke con claridad el concepto político de rebelión: «La rebelión es una oposición, no a las personas, sino a la autoridad basada en las constituciones y leyes del Gobierno; y aquéllos (quienes quiera que sean) que por la fuerza quieren justificar la violación de dichas leyes son los que propiamente pueden ser considerados rebeldes; pues una vez que los hombres, al entrar en sociedad… han excluido la fuerza y han introducido leyes… quienes de nuevo usen la fuerza para echar abajo esas leyes serán los que de hecho estén rebelándose, del latín rebellare, es decir, los que estén trayendo de nuevo el estado de guerra» (en latín, bellum). Así pues, la noción de rebelión incorpora la violencia en la propia etimología del término.
PEROes más: esa violencia está esencialmente incorporada al poder mismo. De hecho, el poder político sólo se justifica porque permite a los individuos renunciar a la violencia (privada), a cambio de que aquel pueda utilizarla para proteger a toda la comunidad política. De ahí que Locke añada inmediatamente que «los que están en el poder son los más propensos a sentir tentaciones de utilizar la fuerza que tienen en sus manos… para hacer eso [violar las leyes] bajo pretexto de estar dotados de autoridad».
En tal caso, prosigue explícitamente, «cuando… los legisladores actúan contrariamente al fin para el que fueron constituidos, quienes resulten culpables serán culpables de rebelión». Es más: «Los legisladores mismos deben ser considerados como tales… cuando, habiendo sido establecidos para la protección y preservación del pueblo, de sus libertades y de sus propiedades…, tratan de arrebatárselas. Y, de este modo, se ponen a sí mismos en un estado de guerra contra quienes les habían nombrado protectores y guardianes de su paz; y son, propiamente hablando, y en grado máximo, rebellantes, es decir, rebeldes».
Corresponderá a los órganos jurisdiccionales decidir si, conforme a los criterios de interpretación jurídica vigentes en el Derecho español, en los hechos sometidos a juicio concurren o no los elementos típicos del delito de rebelión. Pero parece poco discutible que, en su significado político más profundo, eso es precisamente lo que en este proceso se juzga: la utilización del monopolio de la violencia que el poder público atribuye a sus titulares por parte de éstos, para romper la legalidad vigente que legitima dicho poder, en quiebra flagrante del contrato social encarnado en el ordenamiento democrático.
Ángel J. Sánchez Navarro es catedrático de Derecho Constitucional de la UCM.