HERMANN TERTSCH-ABC   

El consenso merkeliano quiere censurar todo lo que revele sus fracasos

ALEMANIA es un país traumatizado por su pasado. Cierto que lo son muchos otros países, entre ellos el nuestro. Pero Alemania lo es de una forma especial. Con razón. Lo allí sucedido durante doce años de la primera mitad del siglo XX fue algo jamás habido y ni siquiera concebido en toda su monstruosidad. Desde el final de aquella pesadilla del III Reich en 1945, los alemanes no han hecho otra cosa que trabajar para resurgir del páramo de escombros e intentar demostrar que aquello fue un terrible accidente histórico que jamás se repetirá en Alemania. Los alemanes son hoy otra vez muy respetados, pero no queridos como quisieran. Pese a sus esfuerzos por destacar como nación generosa y compasiva, lo opuesto a la impresión que dejaron las generaciones anteriores al invasor y ocupar el continente. 

El entusiasmo en el ejercicio de la bondad y entrega de los alemanes en el otoño de 2015 con la llegada de inmensas oleadas de refugiados fue otro esfuerzo, uno de los más espectaculares y meritorios, sin duda, por borrar esa imagen del alemán uniformado grabada en la memoria y retina del mundo. Tras la decisión de Angela Merkel de abrir las fronteras, centenares de miles de alemanes recibían a los desconocidos con regalos, pancartas de bienvenida y abrazos, ayudas de todo tipo y hospitalidad conmovedora. Los observadores más lúcidos ya advirtieron que más allá de la solidaridad, aquello tenía otra faceta con efectos imprevisibles. Avisaron que Merkel ponía de nuevo en danza el con razón temido idealismo alemán. Que la muy irracional decisión unilateral de anunciar que se acogería a todo refugiado que llegara a Alemania era un rebrote de la temida autoestima que lleva una y otra vez a los alemanes a creerse capaces de lo que no es capaz nadie. Para mal y para bien. 

Había que demostrar la infinita capacidad de la nación alemana de hacer el bien. La cosa tenía que salir mal. Los alemanes esperaban reciprocidad para tamaño derroche de generosidad. No la ha habido. Las masas que invadieron la cotidianidad alemana no se muestran agradecidas. Exigen, pretenden, imponen. No se produce la alegre integración que demostraría al mundo que con buena intención y orden y trabajo alemán se puede redimir al mundo de sus peores sufrimientos. Al contrario, el deterioro es dramático. Gran parte de los llegados tiende sistemáticamente al abuso y un porcentaje alto a la delincuencia. La seguridad ha colapsado. Especialmente para las mujeres. El desengaño es profundo. Como después de Stalingrado, el sueño se frustra, la realidad se impone. Muchos protestan. Contra Merkel y contra su indefensión en conflicto con los recién llegados. Pero no tienen cauce en los partidos tradicionales. Porque la ideología del Estado no puede aceptar el fracaso del proyecto masivo y urgente de integración multicultural. Porque la defensa de la identidad alemana lleva el inmenso lastre de la historia. Pero crece. El sistema ha entrado en pánico, persigue a quienes denuncian el fracaso y a quienes defienden dicha nación alemana que la izquierda querría disolver y el centrismo no se atreve a defender. Prioridad es combatir a la AfD, el partido surgido a la derecha de la CDU gracias al espacio abandonado por Merkel. Ya tiene 93 escaños. Ahora saca el Gobierno una ley que exige a las redes sociales, bajo amenaza de ingentes multas, una censura implacable de todo lo que considere ultraderechista. No así para lo ultraizquierdista. Así se cierra el círculo y en Alemania se recorta la libertad de expresión y muchas verdades quedan proscritas. Todo en aras del bien. Como siempre. Otro rebrote del idealismo alemán que acabará mal.