José María Ruiz Soroa-El Correo

  • La degeneración de la democracia es fruto del mal funcionamiento de las instituciones, ocupadas por los partidos y puestas al servicio de sus intereses

Si llevamos el análisis del fenómeno de la degeneración de la democracia que tanto preocupa al presidente del Gobierno un poco más allá de lo que le permite su ramplón e interesado enfoque y atendemos a los especialistas politólogos que han escrito con conocimiento sobre el tema, concluiremos pronto que dicha degeneración la produce el funcionamiento ascendentemente desviado de las instituciones públicas. Tanto de las instituciones que participan de forma directa en el juego político como de las de control, contrapeso o reflexión que incluye nuestro sistema. Todas ellas, después de un breve rodaje subsecuente a la Transición, han ido entrando en una dinámica de mal funcionamiento que las convierte, en lugar de los cojinetes engrasados sobre los que debería girar una buena gobernación democrática, en nuevos problemas de desencuentro y conflicto.

¿Y qué les ha pasado a las instituciones para que esto ocurra? Sencillamente, que han sido colonizadas y ocupadas por los partidos políticos y puestas al servicio de sus intereses. El Estado en que habitamos hoy y que no fue previsto por el constituyente en 1978 (a pesar de tener sus profundas raíces en la realidad hispana del siglo XIX) es un «Estado clientelar de partidos» (Jiménez Asensio) en el que estos han dejado de ser parte de la sociedad para pasar a ser parte del Estado. Precisamente, la parte que hace y domina la política y que, desde luego, en un movimiento previsible para una cultura política acostumbrada al poder omnímodo de los gobiernos, ha colonizado las instituciones en su totalidad y ha funcionado con una lógica de patronazgo de reparto de cargos y conexiones entre el personal amigo.

España ha transitado con naturalidad del caciquismo de la Restauración canovista al clientelismo de la democracia actual, pasando por la estación siempre operativa del corporativismo; en todo caso, las instituciones han sido demediadas y corrompidas por su ocupación y utilización políticas. Funcionan mal. Desde luego, no funcionan como fueron pensadas. El poder efectivo está cada vez más concentrado en la rama ejecutiva, menos diseminado en instituciones de contrapeso y menos controlado.

Ahora bien, es también cierto que, como dice Hugh Heclo, «cuando fallan las instituciones, quienes fallan en realidad son seres humanos de carne y hueso, y no unas abstracciones mentales o burocráticas». Fracasan las marionetas que fueron puestas al frente de esas instituciones por prácticas clientelares y de compra de gratitudes futuras a cambio de prebendas actuales. Falla así una parte importante de la élite de profesionales, juristas, técnicos, y demás personas con capacidad de dirigir la nave pública que han aceptado ser los colonos de las instituciones. Y es que para colonizar hacen falta colonos. Los partidos políticos españoles no han tenido dificultad para encontrarlos, con independencia del recurso a su propio personal partidista, generalmente poco preparado.

Recientemente hemos asistido, sin sobresalto social alguno, al desvelamiento de cómo los órganos rectores de una Universidad pública ponían sus recursos al servicio deferente de una persona cuyo único título era ser quien era. A ellos les parecía normal y, seamos sinceros, al público le parece también normal. ¡Así han sido y son las cosas! Lo menos importante es si existe delito en ello, qué más da; lo relevante es lo que estridentemente muestra: una élite profesional dispuesta a dejarse mandar. Una sociedad que, en sus capas más preparadas, no ya en las populares, muestra una «proclividad a la obediencia» (Víctor Perez Díaz), incluso anticipada, realmente pasmosa. Todo lo contrario de lo que comenta Pierre Rosanvallon que debe exigirse a los nombrados para cargos institucionales como prueba de rectitud: una «ingratitud sistemática».

Lo cual lleva la reflexión a un ámbito más amplio, el de la sociedad civil española. Una sociedad que, según reiterados estudios, muestra una debilidad alarmante y una asentada creencia en la ineficacia práctica de sus opiniones a la hora de moldear la acción pública, lo que la conduce al «cinismo democrático» y a la adopción de papeles de mero consumidor de derechos. Una sociedad cuya cultura política (en el sentido técnico de las pautas simbólicas de percepción de lo político) es más parroquial que otra cosa. Solo esta textura social explica que resulte tan fácil para los partidos reclutar colonos, no nos engañemos.

De todo ello se deduce sólo, y ya es bastante, que el problema de la degeneración democrática es muy hondo y que quienes lo pregonan tanto no son sino parte de él.