Fernando Savater-El País
Dicen que lo quiere el pueblo. ¿Qué pueblo? Así llaman hoy a esa parte de la ciudadanía dispuesta a obedecer sin rechistar a quienes le mandan desobedecer las leyes
La reconciliación —entre amigos enfrentados por una querella, en una pareja en vías de separación, entre el padre y el hijo pródigo (o al revés, que suele ser más corriente), entre pleiteantes, entre adversarios políticos que cambian de partido o de ideas, entre un artista y su público (“su última novela, o película… me ha reconciliado con él”), etcétera— suele tener buena prensa. Los que se reconcilian demuestran magnanimidad, prudencia, empatía, virtudes sin duda humanistas. La reconciliación tiene incluso un espíritu particular, el espíritu conciliador, con el que algunos se interponen entre las partes en litigio y a menudo cobran por ambos lados, sea en el sentido traumático o en el remunerativo de la expresión. Reconciliarse es pasar de una querella pública a un acuerdo privado. Por eso chirría bastante si se la invoca en ciertos casos. El pretendido “acuerdo de paz” en el País Vasco insiste en la búsqueda de reconciliación entre los ilegalmente (no solo “injustamente”) agredidos y sus agresores. Los damnificados por una banda terrorista deben reconciliarse con ella y con sus legitimadores políticos como si admitiesen contritos que su simple existencia cívica era una ofensa también. Ahora se insinúa que la reconciliación en Cataluña pasa por el indulto de los promotores del golpe separatista o incluso por una sentencia absolutoria en el juicio al que se ven sometidos no por sus ideas sino por sus actos. Así se sosegarán quienes apoyaron la transgresión de las leyes al verse comprendidos por los perjudicados por ella…
Dicen que lo quiere el pueblo. ¿Qué pueblo? Así llaman hoy a esa parte de la ciudadanía dispuesta a obedecer sin rechistar a quienes le mandan desobedecer las leyes. En Francia son los chalecos amarillos y en España llevan lazos amarillos… Algunos seguiremos irreconciliables.