XABIER ETXEBERRIA / Miembro del Centro de Ética Aplicada de la UD y de BAKEAZ, EL CORREO 30/01/13
· En nuestro compromiso cívico por superar la violencia de motivación política sufrida, el reconocimiento de las víctimas resulta clave. Abordarlo un día como hoy, 30 de enero, en que memoramos el asesinato de Gandhi, es una buena ocasión para hacerlo desde el espíritu de la no violencia.
Hablamos aquí de reconocimiento como deber ético que, confirmando un hecho –la victimación–, asigna derechos, como el de reparación. Lo que exige reconocer a todas las que son víctimas en sentido moral y únicamente a las que lo son. Por tanto, no reconocer como tales a quienes han sufrido sin injusticia a consecuencia de su propia violencia, la cual hay que condenar con firmeza. Y reconocer en cambio a todos los que han sufrido injustamente: las víctimas causadas por ETA –la gran mayoría–, las causadas por el terrorismo anti-ETA, las causadas por las fuerzas de seguridad del Estado. Sin olvidarse de incluir a quienes han estado socialmente más en la sombra, en especial los extorsionados económicamente.
El que esto pida incluir a quienes, siendo victimarios, han sido también víctimas, exige distinguir entre reconocer y homenajear. Se reconoce a la víctima en cuanto víctima, por tanto a todas; se homenajea a quien tiene méritos cívicos. Ser víctima no es un mérito en sí, es algo que nos acontece a nuestro pesar. En cuanto víctimas, todas son inocentes, en el sentido de que nadie se ‘merece’ –en su sentido punitivo– serlo. Entre las víctimas, algunas son victimarios, no son inocentes más allá de su victimación: el reconocimiento de ellas no debe ignorar ni lo uno ni lo otro. La gran mayoría no ha sido violenta y son inocentes en su sentido global: así hay que reconocerlas. La gran mayoría, también, ha tenido un compromiso cívico: en unos casos, compromiso previo por el que los violentos las victimaron; en otros, compromiso posterior a favor de la justicia y la convivencia; en el conjunto, en un nivel básico pero relevante, asumiendo la respuesta democrática a la violencia, frente a la venganza. Estos méritos cívicos deben ser reconocidos como tales en forma de homenaje. La purificación de los sentimientos de admiración, compasión e indignación, en su interrelación, puede ayudar mucho a todo esto.
El reconocimiento de las víctimas implica asignación de responsabilidad a los perpetradores. No hay víctimas ‘del conflicto’, porque este, en sí, puede gestionarse positiva o negativamente. Hay víctimas de la injusticia (asesinato, daños a la integridad psicofísica, extorsiones, coacciones) realizada por sujetos y organizaciones concretas, más allá de que acudan o no a la retórica del conflicto. Es por eso un deber ligado al reconocimiento precisarlos jurídicamente, a fin de medir el alcance de su culpabilidad y sus responsabilidades frente a las víctimas. Reconocer a estas supone intrínsecamente reconocer a sus victimarios como tales. Quien da el primer paso tiene que estar en disposición de dar el segundo, pues si no, cae en contradicción (si se piensa que no hay victimario, si se justifica lo que hizo aunque se pida que ya no lo haga, no hay víctima).
Se reconoce de verdad a todas las víctimas cuando no se utilizan unas frente a otras –dinámica de la balanza– para disminuir la relevancia de la victimación. Las autoasignadas víctimas de ‘los nuestros’ no restan frente a las de ‘los otros’: todas suman. La única manera de vivir esto es considerar con honestidad cívica que en reconocimiento y solidaridad todas son de todos, y en el sentido partidario ninguna es de nadie en cuanto víctima: horizonte no fácil para los sentimientos públicos, pero al que hay que aspirar, que un sector de víctimas ha recorrido ya, con gran finura moral.
Quienes estamos llamados al reconocimiento somos los ciudadanos en general, las instituciones públicas, los partidos políticos, el sistema educativo, las organizaciones cívicas, etc. Cada una tiene que hacerlo a la manera de lo que es y de las funciones que le definen. Con una evaluación crítica de su pasado cuando así se imponga, como desgraciadamente ocurre en muchos casos. Hay además dos sujetos de reconocimiento que tienen una significatividad especial: cada víctima, respecto a las otras víctimas; los perpetradores respecto a quienes victimaron.
Cada víctima tiene derecho a exigir reconocimiento, frente al no reconocimiento o mal reconocimiento sufridos, lamentablemente tan crudos para muchas. Ahora bien, en la lógica moral de tal exigencia está el reconocimiento, por parte de ella, de todas las víctimas, más allá del sujeto o la organización que las victimó. Evidentemente, habrá que apoyarla aquí en el proceso de duelo que precise.
Que el victimario reconozca que victimó, que esté dispuesto a expresárselo a la víctima con coherencia moral, es muy difícil. De verla como instrumento para sus fines, tiene que pasar a verla como persona a la que violentó radicalmente su dignidad, sin ninguna justificación. De verse como héroe que servía a una causa noble tiene que pasar a considerarse como perpetrador culpable. Pero si es capaz de pasar por ello, y un sector no irrelevante, aunque escaso, lo está haciendo, en el reconocimiento a la víctima, además de cumplir una exigencia de justicia encuentra una vía de restauración personal.
En este reconocimiento que, haciendo justicia, sana a todos los implicados en él –a los que lo ofrecen y lo reciben–, puede verse una huella de la radicalidad de la no violencia a la que personas como Gandhi nos han alentado.
XABIER ETXEBERRIA / Miembro del Centro de Ética Aplicada de la UD y de BAKEAZ, EL CORREO 30/01/13