Ignacio Varela-El Confidencial
- Han transcurrido apenas 24 horas del crimen de Algeciras y el atentado en sí ya no le importa a nadie, salvo para arrancar a tiras la piel del adversario político
Un fanático sale de su casa armado con un machete, asesina a una persona, casi lo consigue con otra y no prosigue su ataque de locura homicida porque la policía lo detiene antes de que siga degollando gente. Así relatado, en Estados Unidos, un hecho como este apenas merecería un suelto en el periódico local del lugar del crimen. En Europa, donde estamos menos acostumbrados a convivir con la violencia de los psicópatas, la noticia encabezaría la sección de sucesos y poco más.
Lo que cualifica el asesinato de Algeciras y lo distingue de cualquier otro acto de violencia criminal es que el asesino es un fundamentalista islámico actuando en un lugar fronterizo donde la sensibilidad social por el problema de la inmigración magrebí es extrema, que sus víctimas eran oficiantes de la Iglesia católica —un sacristán y un sacerdote— y que ejecutó su degollina invocando a gritos el nombre de Alá. No son detalles menores, porque convierten un mero asesinato ritual en un atentado terrorista en el marco de la guerra político-religiosa declarada por las distintas facciones del yihadismo islámico contra las democracias occidentales.
En el principio del siglo, nos estremecimos al comprobar que existían grandes organizaciones terroristas dotadas de recursos económicos y armamento sofisticado, capaces de reclutar, adiestrar y enviar al sacrificio voluntario a miles de jóvenes y frecuentemente amparadas por algunos Estados. El 11-S inició la era de la inseguridad global a causa del terrorismo internacional.
Nos estremecimos aún más cuando en los comandos terroristas comenzaron a aparecer individuos nacidos y criados en nuestros propios países. Hijos de la inmigración, no enviados desde lugares remotos para realizar una misión suicida, sino plenamente insertados en nuestra sociedad: en muchos casos, los compañeros de clase o de trabajo de nuestros hijos, manipulados secretamente desde el exterior mediante la autoafirmación delirante de sus raíces y el rencor hacia sus países de acogida.
En la fase actual, ya no es preciso secuestrar aviones o diseñar durante meses aparatosos atentados con centenares de víctimas para sembrar el terror en una gran metrópoli de Occidente. La cosa es mucho más cutre y simple, pero no menos efectiva: basta localizar a jóvenes potencialmente desequilibrados, envenenar de odio sus mentes y sus corazones y esperar que ellos mismos se lancen a la acción.
Un individuo dispuesto a todo, entrando en un local público con un cuchillo de cocina o un machete o invadiendo la calzada en una calle llena de gente, puede resultar un agente terrorista tan eficaz como el comando más sofisticado, siempre que en algún momento de su acción criminal pronuncie el nombre de Alá. La red es el mejor y más indetectable instrumento de reclutamiento. El resto del trabajo lo hace la propia sociedad agredida: los medios de comunicación, los vociferantes partidos de la xenofobia y sus no menos vociferantes adversarios-aliados del otro extremo; y en países políticamente polarizados, los propios gobiernos y los partidos políticos, siempre disponibles para convertir cualquier hecho en un pretexto para atizar la bronca doméstica.
Yassine Kanjaa decidió dedicar la tarde del miércoles a apuñalar curas en las iglesias de Algeciras. Conociendo el gallinero patrio, no hacía falta ser un genio del análisis para pronosticar sin margen de error que antes del mediodía del jueves se habría montado un hermoso y pringoso conflicto político hispano-español, trufado de reproches, imprecaciones e intercambio de burradas verbales entre la perniciosa fauna denominada clase política.
Escribo estas líneas durante la tarde del jueves. Tecleo en el buscador “atentado Algeciras” y las 20 primeras referencias que aparecen en la pantalla contienen un surtido completo de ataques recíprocos, repletos de adjetivos inflamados, entre políticos españoles.
Hay pocas sorpresas en el guion. Vox se apresura a prender la mecha de la guerra socio-religiosa, asimilando inmigración con terrorismo. Saben lo que hacen: además de que ese es su campo de juego favorito, resulta que el partido de la extrema derecha ganó las elecciones generales en Algeciras en 2019. Conocido el atentado, los de Abascal hicieron números y pronto descubrieron que el terrorista Kanjaa les había hecho un regalo fabuloso: con un poco de suerte y un mucho de acierto en la agitación de las bajas pasiones, esa alcaldía estará a su alcance en mayo. Por cierto, el partido cavernario no tiene inconveniente en cubrir de elogios a la brillante actuación de la policía y de insultos al ministro del Interior, que algo tendrá que ver con ella.
Desde la barricada opuesta, Ione Belarra reacciona de modo fulminante: son miserables (se refiere a los de Vox, el asesino pasó hace horas a ser un figurante en esta película). Tiene razón: lo son. La inercia del teclado casi te exige replicar que no menos miserable es respaldar las dictaduras latinoamericanas, simpatizar con el invasor de Ucrania o con el autócrata chino, jalear escraches domésticos y justificar cualquier acto de barbarie en cualquier lugar del mundo siempre que incorpore una denominación de origen retroizquierdista. Pero ello no le quita un gramo de razón en este caso concreto, aunque a veces debería recordar que, además de la líder cooptada de un partido de extrema izquierda, es ministra de un Gobierno.
El alcalde de Algeciras, del PP, roza territorios pantanosos en una entrevista matinal con Alsina, de los que ha de rescatarle el propio entrevistador. Se ve que el alcalde ha hecho números con el desayuno y se le percibe aterrorizado por el posible sorpaso de la extrema derecha.
Su líder nacional se mete incomprensiblemente en un jardín, aceptando el marco de la guerra entre religiones y afirmando que hace mucho que los cristianos no matan en nombre de Dios. Primero, es falso: además de asesinatos masivos como el de la isla de Utoya en Noruega, ¿recuerda el líder del PP la existencia de un lugar llamado Ulster, escenario de una guerra de religión durante décadas? Segundo, además de falso, es políticamente estúpido: el enfoque más inadecuado en el momento más inoportuno. Por otro lado, la religión —cualquiera de ellas— no es precisamente inocente en cuanto a enviar gente a matar y morir.
Como era de esperar, los córvidos monclovitas reconocen al instante el flanco que les ha dejado abierto la imprudencia de Feijóo y se lanzan al instante a despedazarlo. Uno recuerda los tiempos en que, al recibir la noticia de un atentado terrorista, el primer teléfono al que llamaba el presidente del Gobierno de turno era el del líder de la oposición.
Han transcurrido apenas 24 horas del crimen de Algeciras y el atentado en sí ya no le importa a nadie, salvo para arrancar a tiras la piel del adversario político. Si por desgracia el tema llega al Congreso, asistiremos por enésima vez a un espectáculo bochornoso de política gore no tolerado para menores, un baile macabro sobre el cadáver de un sacristán.
En los países normales, con políticos sensatos y sociedades sanas, las guerras y los atentados terroristas unen. Aquí también pasaba, pero eso es ya historia antigua. Ahora cualquier cosa, hasta el machete de Yassine Kanjaa, es funcional para partirle la cabeza al de la trinchera partidista de enfrente. Sí, se llama coprofagia política y es el deporte nacional.