La memoria de los crímenes puede estar justificada en tanto viven quienes los cometieron, pero más allá de la desaparición de estos se convierte en una carga culpabilizadora que busca nuevos chivos expiatorios y fomenta discordias o atropellos.
David Rieff es un periodista y politólogo que ha publicado durante muchos años trabajos destacados en revistas como New Republic y World Policy Journal, aunque probablemente en España sea más conocido por Un mar de muerte, en el que narra la última enfermedad y muerte de su madre Susan Sontag (publicado por Debate en castellano y La Magrana en catalán). También importa destacar que es fundador y director del departamento Crímenes de Guerra en la Universidad Americana de Washington DC. Ha conocido personalmente esos crímenes en lugares como Ruanda, Kosovo, Israel y Palestina, Irak o Bosnia. Precisamente es su experiencia en este último país la que ha provocado su obra más reciente: «En las colinas de Bosnia aprendí a odiar pero sobre todo a temer la memoria histórica colectiva. En su apropiación de la historia, que ha sido mi pasión más sostenida y mi refugio desde la infancia, la memoria colectiva logra que la historia misma se parezca más que a nada a un arsenal lleno de armas necesarias para mantener las guerras o hacer de la paz algo tenue y frío».
El libro, breve y contundente, que ha escrito para University of Melbourne Press se titula Against Remembrance. O sea, Contra el recuerdo, pero conviene tener en cuenta que «remembrance» se usa también por «conmemoración». En efecto, mientras que la memoria personal recuerda incluso sin querer y con frecuencia se esfuerza en olvidar para iniciar nuevas etapas de la vida, la memoria colectiva conmemora como hitos inamovibles ciertos acontecimientos en que funda la identidad grupal y considera el olvido no una nueva oportunidad sino un atentado. Para Rieff, la memoria colectiva difiere esencialmente de la historia: primero, porque la historia se ocupa de los sucesos como algo pasado, es decir que ya no está, mientras que la memoria colectiva conmemora el pasado como aún presente -para bien o para mal- y como razón fundamental de las empresas actuales; segundo, porque la historia no es un menú del que se pueden incluir los platos sabrosos y excluir los indigestos, mientras que la memoria colectiva selecciona, sacraliza y mitifica de acuerdo con el narcisismo del grupo y sus ambiciones del momento. La historia pretende establecer la verdad de lo que fue y la memoria histórica influir en la verdad de lo que es; la primera se modifica al descubrir nuevos hechos, la segunda cambia con los intereses estratégicos.
El autor se enfrenta a venerables tópicos, como el dictamen de Santayana «los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo» (dada la perpetua transformación de las sociedades, ninguna tragedia o desmán rememorados vacunan contra otros futuros y a veces sirven para legitimarlos) o el de que no hay verdadera paz sin haber hecho justicia (abundan los ejemplos contrarios y no siempre pueden ser igualmente bienaventurados los justicieros y los pacificadores). La memoria de los crímenes puede estar justificada en tanto viven quienes los cometieron, pero más allá de la desaparición de estos se convierte en una carga culpabilizadora que busca nuevos chivos expiatorios y fomenta discordias o atropellos. Recuerda Rieff que el complejo colectivo de víctimas suele crear otros verdugos: los nazis consideraban a los judíos culpables de la derrota alemana en la Gran Guerra, los estalinistas proclamaban que los kulaks boicoteaban la revolución y hoy algunos sionistas creen que los horrores del Holocausto justifican cualquier política opresora de los palestinos. Cuando un grupo humano tiene tendencia a automitificarse, incluso las mejores razones de la memoria colectiva son un combustible peligroso.
También se ocupa brevemente del juez Garzón, tanto por el caso Pinochet como por su conflictivo intento de abrir la causa de los crímenes del franquismo. Su comentario es matizado y respetuoso. Quienes aquí nos aseguran que en el extranjero el asunto no se entiende o resulta escandaloso harán bien en leer a Rieff: para enriquecer su perspectiva.
Fernando Savater, EL PAÍS, 22/6/2010