Partiendo del precepto de la ley a la ley, el primer Gobierno de Suárez diseñó una arquitectura jurídica que permitió derribar las bases del régimen franquista y alumbrar un sistema de libertades homologable al de cualquier democracia occidental. Los comicios del 15-J consolidaron la senda que abrió un año antes la aprobación mediante referéndum de la Ley de Reforma Política –un instrumento indispensable para evitar la ruptura traumática– y que terminó consumándose con la promulgación de la primera Constitución consensuada de España.
Lejos de ser un periodo exento de obstáculos, la Transición devino en una etapa asaeteada por la fragilidad del incipiente camino reformista, el terrorismo de ETA y de otros grupos criminales, el debate territorial y las trabas económicas. Si la gestión de este tiempo se saldó con un éxito notable cabe ponerlo en el haber de la sociedad española, pero también se debe al brillante y eficaz papel moderador de Juan Carlos I, la habilidad negociadora del presidente Suárez y la generosidad de las diferentes corrientes políticas. Es cierto que la Transición dejó sin resolver algunos retos fundamentales. Entre otros, el diseño territorial, tal como ahora ha quedado claro a raíz del desafío separatista en Cataluña. Sin embargo, la disposición al diálogo tanto de la derecha como de la izquierda hizo posible no sólo la convocatoria de las primeras elecciones libres, sino la gestación de un periodo que hoy en día está considerado un modelo mundial de cambio político.
La principal lección que nos deja el 15-J de hace 40 años y la propia Transición es la imperiosa necesidad de abordar los problemas del país desde la generación de grandes consensos. Una exigencia de la que los políticos españoles han abdicado de forma flagrante durante los últimos años en asuntos medulares como la educación, la cuestión territorial, la Justicia o la propia visión del pasado a través de normas tan tóxicas como la Ley de la Memoria Histórica.
Este creciente clima de enfrentamiento ha crispado la vida política, algo que ha vuelto a ponerse en evidencia en la moción de censura de Podemos contra Mariano Rajoy, que ayer tumbó el Congreso. La formación morada intentó maquillar el fracaso de su operación política cortejando al PSOE. Pero, más allá del tacticismo de Podemos, las intervenciones de Pablo Iglesias mostraron el ánimo radical y revanchista que guía sus propósitos. Iglesias no tuvo empacho en desdeñar la Transición, considerándola poco menos que una simple continuación del franquismo. El problema es que esta actitud no sólo revela un profundo desconocimiento de la Historia, sino una afán que, lejos de regenerar la política, lo que hace es emponzoñarla aún más y alejarla del espíritu de concordia y diálogo de hace 40 años.