Juan Ramón Rallo-El Confidencial
Resulta crucial que, por un lado, estimulemos el ahorro para acelerar la reestructuración de la economía real y, por otro, reajustemos a medio plazo nuestro saldo presupuestario
Con el inicio de la desescalada y el progresivo levantamiento de las restricciones del estado de alarma, sin que por ahora estemos experimentando un rebrote en el número de infecciones, la recuperación económica echa a andar, algo que ha quedado bien patente en las cifras de empleo del mes de mayo. Como ya explicamos en su momento, la recuperación tendrá dos etapas: una primera etapa de reactivación y una segunda etapa de reestructuración; eso y no otra cosa es la famosa ‘V asimétrica’.
La reactivación es el periodo en el que una parte de la economía vuelve a ponerse en marcha conforme las restricciones sanitarias se van levantando: aquellas empresas que hayan sobrevivido al periodo de hibernación y que puedan adaptarse con facilidad a la ‘nueva normalidad’ volverán a funcionar a pleno (o casi pleno) rendimiento, elevando consiguientemente el PIB y el empleo durante los próximos trimestres.
La reestructuración, en cambio, es la etapa posterior, en la que nos tocará digerir las auténticas heridas de esta crisis: habrá empresas que no serán capaces de reactivarse durante los próximos meses o bien porque se habrán descapitalizado durante el estado de alarma —de modo que carecerán del colchón financiero necesario para poder desarrollar sus operaciones— o bien porque los patrones de demanda de los ciudadanos se habrán modificado lo suficiente durante esa ‘nueva normalidad’ como para volver no rentables sus modelos de negocio.
Así pues, para avanzar rápidamente por la etapa de reestructuración (o «reconstrucción», como les gusta denominarla a nuestros políticos), necesitaremos de un importante incremento de la inversión que permita recapitalizar las compañías descapitalizadas y reemplazar las empresas que han devenido no rentables. Y para que aumente la inversión, necesitamos dos elementos: por un lado, oportunidades de ganancia (las cuales serán descubiertas descentralizadamente por muchos empresarios, pero que en todo caso podrían verse impulsadas con una liberalización de nuestra economía); por otro, ahorro (pues, en última instancia, toda inversión viene sufragada por una restricción del consumo de algún agente económico).
Si disponemos de ahorro pero no de oportunidades de ganancia, este se canalizará a activos improductivos pero de bajo riesgo
Si disponemos de ahorro pero no de oportunidades de ganancia, este se canalizará a activos improductivos pero de bajo riesgo—como la deuda pública: de ahí el clima de tipos de interés negativos de los últimos años—; si disponemos de oportunidades de ganancia pero no de ahorro, estas quedarán inexplotadas por falta de combustible para emprender las inversiones rentables.
A su vez, el ahorro que necesitamos puede venir de dentro del país, tanto del sector público como del privado, o de fuera del país (ahorro exterior: por ejemplo, las transferencias de la Unión Europea no dejan de ser ahorro forzoso de contribuyentes extranjeros).
El ahorro privado interior, sin embargo, puede verse obstaculizado por la gestación de ahorro público interior —reducción del déficit público—: si el Estado pretende desarrollar su consolidación presupuestaria aumentando la fiscalidad al ahorro, tendremos más ahorro público a costa de un menor ahorro privado, es decir, no contaremos con mayor ahorro agregado.
Por eso, y como tuve la ocasión de manifestar este pasado viernes, en la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica, la etapa de reestructuración ha de estar presidida por dos principios fundamentales: primero, centrar el ajuste presupuestario en la reducción del gasto público (recordemos que, en general, la consolidación presupuestaria por el lado de los desembolsos es mucho menos gravosa que la aplicado por el lado de los ingresos); segundo, si hay subidas de impuestos —y, por desgracia, parece bastante inevitable que las termine habiendo—, que esos sablazos fiscales no penalicen el ahorro privado (recordemos que la recaudación española por impuestos sobre el capital es de las más altas de Europa y que, según la OCDE, el tipo marginal efectivo sobre el ahorro ya resulta confiscatorio en nuestro país).
Es más, en la medida de lo posible —si conseguimos abrir espacio fiscal suficiente para ello—, deberíamos tratar de bonificar el ahorro: eliminando el impuesto al patrimonio, introduciendo una exención fiscal para las plusvalías generadas en el largo plazo o limitando el impuesto sobre sociedades a los beneficios distribuidos y no a los reinvertidos (modelo estonio).
En definitiva, resulta crucial que, por un lado, estimulemos el ahorro para acelerar la reestructuración de la economía real y, por otro, que reajustemos a medio plazo nuestro saldo presupuestario. Y para compatibilizar ambos objetivos, solo queda centrar el ajuste en el lado de los gastos evitando en todo caso las subidas de impuestos contra el ahorro.