No sólo los políticos deben mostrarse sensibles a los mensajes de descontento y de crítica de la sociedad. También deberían hacerlo los responsables de las instituciones, cuya tarea es aplicar e interpretar las normas y cuyas resoluciones pueden contribuir a dar salida a esos reclamos o a silenciarlos y emponzoñarlos.
En el conflicto entre derechos fundamentales -el de ejercicio libre del voto y el de reunión- que parecen haber provocado miles de ciudadanos acampados en la Puerta del Sol, en Madrid, y en otros lugares de diversas ciudades españolas, con su decisión de continuar su protesta hasta el día de las elecciones, la Junta Electoral Central (JEC) ha optado por garantizar al máximo el primero y suprimir radicalmente el segundo. Tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional rechazaron ayer los justificados recursos que se presentaron ante la resolución del JEC.
La decisión ha sido adoptada por mayoría de un solo voto. Este periódico cree que su sentido debería haber sido el contrario. Argumentos jurídicos debía de haberlos, como se deduce de los distintos pareceres de las juntas electorales provinciales y de la división muy ajustada de la propia JEC. La resolución que ha adoptado se remite acertadamente a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre el derecho de reunión en periodo electoral, que establece que ese derecho debe interpretarse de manera extensiva y favorable a su ejercicio y su restricción o limitación deben basarse en motivos relevantes y en criterios jurídicamente fundados. Unos y otros se echan en falta en la resolución de la JEC. El único dato tenido en cuenta para tomar una decisión tan grave como impedir el derecho de reunión pacífica a miles de ciudadanos, es que estos piden el voto para unas candidaturas e invitan a no apoyar a otras.
Además de no estar claro que sea esa la petición de los manifestantes, la ocasión merecía un análisis aunque fuera somero de la naturaleza de la protesta, de su amplitud y de su transfondo político. De haberlo hecho es posible que la resolución hubiera sido otra pues es difícil deducir tanto de los mensajes genéricos como de los que se han lanzado de manera concreta -desde la desconfianza hacia los políticos a la reforma de la ley electoral o la exclusión de imputados en las candidaturas- un riesgo de perturbación de la neutralidad política de las jornadas de reflexión y voto.
No sólo los políticos deben mostrarse sensibles a los mensajes de descontento y de crítica de la sociedad. También deberían hacerlo los responsables de las instituciones, cuya tarea es aplicar e interpretar las normas y cuyas resoluciones pueden contribuir a dar salida a esos reclamos o a silenciarlos y emponzoñarlos. Además, conviene ser sumamente prudentes a la hora de tomar decisiones de difícil cumplimiento o cuya ejecución entraña riesgos más graves de los que se pretende evitar y que, encima, se endosan a otros.
Ante la difícil tesitura de disolver o no a los concentrados, ha sido acertado el criterio del Gobierno de atenerse a una estricta proporcionalidad de la actuación de la policía y el auténtico riesgo que representan unas concentraciones pacíficas. Si lo que la JEC pretendía con su resolución era garantizar el tranquilo desarrollo de la jornada electoral, el efecto que puede provocar es exactamente el contrario.
Editorial en EL PAÍS, 21/5/2011