FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO

El autor sostiene que, dado el embrollo de la situación política actual, no es un momento adecuado para abrir el melón de hacer cambios sustanciales en el texto constitucional consensuado en 1978.

LA PRESENCIA en el panorama político español de partidos (en concreto, Podemos y Vox) que incluyen en sus programas algunas propuestas extremas obliga a preguntarnos –sin estridencias, empleando el tono justo– si las mismas son compatibles con la Constitución de 1978.

Suele decirse que la nuestra es una Constitución rígida porque exige requisitos muy complejos para ser modificada, pero es obligado precisar que las hay más rígidas todavía. La alemana, por ejemplo, cuyo texto declara la «eternidad» (Ewigkeit) de la estructura federal de la República y de los derechos fundamentales (artículo 79.3). Son estas materias inderogables, imperecederas. Se hallan cosidas a la imagen del Estado alemán de manera definitiva e inmutable. Parecidos preceptos, que podríamos llamar yertos, hallamos en las constituciones francesa (artículo 89) o italiana (artículo 139).

No es así en el caso de la española, pues admite su revisión total o una llamada parcial que afectaría nada menos que al Título preliminar donde se alojan asuntos capitales como la forma política de la Monarquía parlamentaria, la soberanía nacional o el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. Sólo que se exige para un trastorno tan sustancial que se ponga de acuerdo una mayoría de dos tercios de cada Cámara, la disolución de las Cortes, una nueva aprobación por mayoría de dos tercios de cada Cámara y un referéndum para su ratificación final.

A la vista de estos datos extraídos del articulo 168 CE se puede afirmar que la nuestra es una Constitución que ampara la apertura de un proceso constituyente (la revisión total a que alude el art. 168) del que tan sólo quedaría excluida la propuesta de los partidos separatistas catalanes de independizarse de España, creando un Estado nuevo y ello porque la Constitución se llama «española», aplicable por consiguiente a esa realidad histórica y política que se identifica como España desde hace varios siglos. Se convendrá conmigo que al legislador constitucional no se le puede suponer la frivolidad de juguetear con implantar el caos ni tampoco podemos pensar de él que sea propenso a divertirse acogiendo el abismo –institucional, económico, etc.– que supondría la escisión de una región del territorio español, algo identificable cabalmente como el ocaso del mismo.

Por eso, en el Preámbulo se promete «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». De manera que ese proyecto, en el que se ha embarcado el separatismo catalán es el resultado de la insurrección contra un orden constitucional concebido como un todo dotado de una esencial lógica interna (razón por la cual sus dirigentes han de rendir cuentas ante los tribunales ya que el Código penal no puede orillar estas conductas).

Cuando, por su parte, Podemos aboga por la naturaleza republicana y plurinacional de España y por los referéndum para ejercitar el derecho a decidir o cuando Vox propone convertir de nuevo a España en un Estado unitario han de ser conscientes de estar interesando partes muy sensibles del edificio constitucional, zonas a las que está aplicando un bisturí invasivo. Si tales aspiraciones se hicieran realidad, es evidente que todo el sistema sufriría un vuelco de dimensiones espectaculares, el espacio se vería sacudido por un juego de flujos y reflujos que llevaría –durante años– a infinitos desajustes. Que este futuro sea una oferta electoral de un partido conservador no deja de resultar paradójico.

No extrañará que una empresa de ese porte, parecida a la de un terremoto en el mundo geológico, un salto que bien puede calificarse de vertiginoso, necesite la máxima prudencia y las más previsoras cautelas. Son justamente las que exige el art. 168 a las que antes me he referido basadas en un iter procedimental entretejido por la multiplicidad de acuerdos entre los actores de la escena política que de forma necesaria se ha de dilatar en el tiempo, salpicándolo de vacilaciones y zozobras.

Me parece que, en la situación actual, las fuerzas políticas con las que contamos no deberían meterse en un embrollo tan perturbador. Para poder iniciar un proceso constituyente o de simple reforma es presupuesto inexcusable que la comunidad se halle integrada, consciente de ser un grupo que se siente como tal, que comparte unas convicciones comunes que le permiten vivir juntos y constituirse en un Estado regido por la misma norma. En este contexto, lo simbólico –por ejemplo, la bandera– juega un papel nada despreciable y, por ello, encontrar la forma de Estado más apropiada no es el producto tan sólo de una reflexión político-jurídica, sino también en parte de una adhesión afectiva, lo que es más imprescindible aún en los Estados descentralizados.

Pues bien, afirmo que las fracturas sociales y emotivas que alimentan los nacionalismos separatistas en España conforman el ejemplo de manual de una situación carente de esos elementos de integración indispensables para hacer posible la vigencia ordenada y fructífera de una Constitución. Mientras tales nacionalismos, representados por partidos políticos, sigan defendiendo sus tesis dirigidas a destruir el patrimonio común que supone la existencia de un Estado que ha de ser indiscutido hogar común no tiene sentido pensar en la reforma constitucional. Dicho de otro modo: mientras no nos pongamos de acuerdo en un credo compartido y libremente asumido, en un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la existencia misma de ese Estado, pensar en dibujos constitucionales es fantasear o, como decían los antiguos, trasoñar.

Por eso me permito proponer que nos centremos en objetivos más cercanos a la ciudadanía. Pienso por ejemplo en el destierro de las financiaciones ilegales, en la garantía de servicios públicos prestados en condiciones de igualdad, en la expulsión de la educación del debate sectario, en la reforma de la legislación electoral para dejar de favorecer a quienes votan opciones nacionalistas, en la despolitización de tribunales como el Constitucional o el de Cuentas, donde hoy los partidos políticos nombran a sus magistrados o consejeros sin pudor alguno.

DEBE DECIRSEque la reciente modificación de la Ley Orgánica del Poder judicial ha recogido en parte lo que algunos llevamos predicando hace tiempo: que la designación de los magistrados integrantes de la élite judicial deje de responder a criterios político / asociativos y se rija por un mecanismo menos discrecional, más reglado. Ahora sólo falta la desaparición de los magistrados elegidos por las Asambleas parlamentarias de las comunidades autónomas y, sobre todo, la prohibición de las puertas giratorias de jueces y fiscales, ésas que permiten estar hoy en la Sala con las puñetas, mañana en el escaño o en el Gobierno, pasado de nuevo en el Juzgado. Sin despeinarse.

Igualmente, se podría evitar el espectáculo del cambio –masivo, obsceno– de los altos cargos del Estado y de sus empresas públicas con motivo de la alternancia política. No sería malo imitar a las instituciones europeas: pienso en la Comisión, en el Parlamento europeo donde se practica, en los tránsitos de unas mayorías a otras, la moderación y una visible continencia en el trasiego del personal de confianza.

Con estos ingredientes, que no exigen manosear la Constitución, se daría un salto apreciable en la salud de nuestras instituciones. Serían pasos alejados de acrobacias y quimeras pero zancadas si pensamos en ese bien supremo que consiste en desvelar el misterio y practicar el arte del buen gobierno.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y escritor. Es inminente la publicación de su Novela ácida universitaria. Aventuras, donaires y pendencias en los claustros (Editorial Funambulista).