Javier Tajadura Tejada-El Correo

  • Los cambios necesarios para la supervivencia del sistema solo se podrán adoptar por acuerdo de los partidos vertebradores

La garantía de la sostenibilidad de los sistemas públicos de pensiones es una de las cuestiones político-económicas más relevantes para las sociedades europeas. Estos días el tema centra la agenda informativa tanto en Francia como en nuestro país.

En Francia, el presidente Macron impulsa una reforma tan valiente como necesaria del sistema. El cambio más controvertido consiste en ampliar la edad de jubilación de los 62 a los 64 años. El partido de Macron (Renacimiento) no tiene la mayoría absoluta en el Parlamento, por lo que necesitaba el apoyo de la principal fuerza de la derecha (Los Republicanos) para sacar adelante la reforma. Los Republicanos llevan mucho tiempo defendiendo en su programa prolongar la edad de jubilación hasta los 65 años. Sin embargo, algunos de sus diputados por cálculo electoral se oponen ahora a lo que durante años habían defendido.

Ante el temor de no contar con el respaldo de este grupo, Macron se ha visto obligado a aprobar la reforma por decreto según un procedimiento singular que recoge la Constitución (artículo 49.3) y permite eludir el trámite parlamentario siempre que no prospere una moción de censura contra el Gobierno. La reacción de las fuerzas extremistas ha conducido a un escenario de violencia en las calles como el vivido durante la insurrección de los ‘chalecos amarillos’.

La situación de Francia pone de manifiesto lo difícil que resulta en un marco democrático polarizado impulsar reformas en temas decisivos para el futuro de la sociedad. La demagogia y el populismo pueden ser más rentables electoralmente que la asunción del principio de realidad. Aunque es indiscutible que a muchos les gustaría jubilarse a los 62, no lo es menos que se trata de un escenario no sostenible financieramente.

En España afrontamos un problema similar. La edad de jubilación será 67 años a partir de 2027, pero el sistema también requiere de una reforma que garantice su sostenibilidad. Baste señalar que cuando en 1909 fue creado el Instituto Nacional de Previsión -antecedente de la Seguridad Social- la esperanza de vida era de 36 años y hoy, por fortuna, alcanza los 83. En este contexto, la garantía de unas pensiones dignas es una exigencia del Estado social y, lamentablemente, ni el Gobierno ni las Cortes están haciendo los deberes. Los expertos (Ángel de la Fuente en Fedea, o Marco-Gardoqui en estas páginas, entre otros) ya han advertido de que las reformas propuestas por el ministro Escrivá -que nada tienen que ver con las defendidas por él antes de acceder al Gobierno- son un mero parche que no impedirá que el déficit aumente.

El Gobierno ha renunciado, por tanto, a presentar en las Cortes un proyecto de reforma de las pensiones ajustado a la realidad y que garantice su sostenibilidad futura. La Comisión Europea tampoco parece muy dispuesta a asumir sus responsabilidades de control y supervisión del cumplimiento de los compromisos adquiridos por los Estados en la materia, si acaba finalmente convalidando la propuesta del Ejecutivo de Sánchez. Y, por último, la principal fuerza de la oposición, el Partido Popular, ni está ni se le espera en un debate del que puede salir escaldado. Para evitar cualquier posible pérdida de votos, la derecha española parece seguir los pasos de la francesa, que se ha negado a respaldar expresamente con la rotundidad y contundencia que la ocasión merece el proyecto de Macron. En este caso, el PP no ha formulado una alternativa a la reforma, no ha explicado cuál es su propuesta.

Lo que ocurre con las pensiones es extrapolable a otros asuntos igualmente decisivos para nuestro futuro como puede ser el de la educación. Son ámbitos en los que el buen gobierno requeriría adoptar medidas e implementar reformas impopulares. La calidad de la educación en España ha sufrido un notable deterioro en los últimos años que perjudica sobre todo a los grupos sociales más desfavorecidos. La educación ha dejado de ser un ascensor social, y esa situación solo puede revertirse si se adoptan medidas que refuercen los niveles de exigencia, esfuerzo y excelencia, aunque ello implique decirles a los padres -que son los votantes- que su hijo debe repetir curso o que no puede acceder a la Universidad.

Todo ello pone de manifiesto que en nuestras democracias solo podrán adoptarse las reformas necesarias para la propia supervivencia del sistema (pensiones, educación y otras muchas) si son fruto de amplios acuerdos entre los grandes partidos vertebradores. Acuerdos en los que antepongan el interés general al electoral -sabiendo que ambos compartirán el eventual coste electoral y asumiendo que los populistas puedan obtener réditos de la demagogia- y se comprometan con unas reformas que para ser efectivas requieren horizontes más amplios que los cuatro años de una legislatura.