JORGE DE ESTEBAN, EL MUNDO 08/01/14
· Si no se encuentra una forma adecuada para embridar los deseos separatistas de nacionalistas catalanes y vascos podría iniciarse el proceso de desintegración de España.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír. Iniciamos el año 2014 en España, cuando todavía no se sabe con certeza si la recuperación económica y el desempleo mejorarán sus actuales cifras aterradoras. Pero, en cambio, lo que sí sabemos con claridad es que en este año, si los ciegos voluntarios no quieren ver y los sordos pertinaces no quieren oír, asistiremos al comienzo de una dinámica que nos conduciría a la yugoslavización de nuestro país. En efecto, si no se encuentra una forma adecuada para embridar los deseos separatistas de nacionalistas catalanes y vascos podría iniciarse el proceso de desintegración de España.
Volvamos la vista atrás. Cuando, tras las elecciones de 1977, se formaron las nuevas Cortes democráticas, era evidente que se acabarían convirtiendo en Cortes Constituyentes. Pues bien, entre todos los problemas que tendrían que abordar los nuevos parlamentarios, había uno que brillaba por encima de todos los demás: solucionar de una vez por todas las aspiraciones de autogobierno de vascos, catalanes y, en menor medida, gallegos. Detrás quedaba un siglo y medio de conflictos regionales que habían superado el mero ámbito político hasta adentrarse en el bélico. Era necesario, pues, conseguir una fórmula que integrase a estas regiones en un proyecto común de país en el que todos los españoles se sintiesen copartícipes del mismo. De este modo, era fundamental encontrar una forma de ordenación territorial del poder, que acabase para siempre con tales disonancias históricas.
En tal sentido, los constituyentes disponían de tres modelos y de un antimodelo para modelar su reflexión. Dicho de otro modo, existían tres ejemplos posibles en Europa que podían elegir, según fuese el alcance de sus intenciones descentralizadoras. El primero, el modelo portugués, que consistía en reconocer a dos regiones una cierta autonomía, Madeira y las Azores, mientras que el resto de regiones tendrían simplemente un régimen común o cierta descentralización administrativa. En el supuesto español, serían solo Cataluña, el País Vasco y, si acaso, Galicia, las regiones que accediesen a la autonomía. Es más, se podía incluso haber simplificado el problema, si hubiesen decidido reponer los Estatutos vasco y catalán aprobados antes de la Guerra Civil. Este primer modelo se justificaba por contener un pacto implícito por el que los nacionalistas renunciarían a la independencia de sus regiones, a cambio de la posibilidad de autogobernarse.
Un segundo modelo, que podríamos denominar italiano, consistía en conceder la autonomía a todas las regiones, pero algunas tendrían mayor autonomía que las demás. Se trataría entonces, en nuestro caso, de conceder la autonomía a todas las regiones españolas, pero el País Vasco, Cataluña y, acaso, Galicia, gozarían de un mayor grado de autogobierno. Por último, se podría haber adoptado igualmente el sistema alemán, basado en un Estado Federal, que concede a todas las regiones una autonomía semejante, es decir, en nuestro caso, Cataluña y el País Vasco, tendrían la misma autonomía que el resto de las regiones, según el modelo clásico de todo Estado Federal, aunque, por supuesto, ello no significaría una uniformidad general en todo. Por lo demás, conviene subrayar que el reconocimiento de cualquiera de los tres casos señalados vendría explicitado en la Constitución federal o nacional, así como en los Estatutos o Constituciones de las regiones que hubiesen accedido a la autonomía. Por de pronto, la Constitución federal o nacional, dejaría bien delimitado el mapa de las regiones, así como las competencias de cada una y las propias del Estado central.
Sin embargo, los constituyentes españoles no se pronunciaron por alguno de los tres modelos señalados, sino que, por el contrario, escogieron el antimodelo copiado de la Constitución de la II República. En efecto, el texto de 1931 se caracteriza, en lo que respecta a la cuestión territorial, porque no se sabía que Regiones Autónomas serían las que se acabasen reconociendo, puesto que dependía del llamado principio «dispositivo», según el cual la autonomía se obtenía por voluntad de cada región. Ahora bien, ese antimodelo se complicó aún más en 1978, porque el reparto de competencias entre el Estado y las regiones es mucho más confuso de lo que exponía la Constitución republicana, ya que una Comunidad Autónoma puede llegar a adquirir gran parte de las competencias exclusivas del Estado.
Así las cosas, la Constitución de 1931 era también más precisa respecto a la aprobación de un Estatuto, puesto que según su artículo 15, eran necesarios los dos tercios de votos de los electores inscritos en el censo de la región. Con semejante orientación, el Estatuto catalán de 2006 no hubiera sido aprobado, puesto que solo participó en el referéndum el 49,50 de los electores del censo de Cataluña.
Sea como fuere, cabe afirmar, que, en mi opinión, la principal causa de lo que está sucediendo en España en estos días, se debe a que la Constitución fue inacabada, dejando un tema tan importante como es la organización territorial del poder para que las Cortes desarrollasen las autonomías, según lo que señalara el llamado principio «dispositivo» en cada caso. Esto es, dejando al albur de los partidos nacionalistas mayoritarios en las Comunidades Autónomas vasca y catalana, la reivindicación de ir aumentando sin límite su autogobierno, lo que era a la larga un auténtico suicidio. Es más: tanto la imprecisión de la Constitución, como la carencia de un mínimo sentido político de nuestros gobernantes, ha causado que el Tribunal Constitucional se haya erigido en una especie de Tercera Cámara, con el resultado de que en lugar de vigilar por el respeto de la Constitución, el Tribunal se haya convertido en un legislador supletorio de las materias autonómicas.
En definitiva, lo que en un principio se concibió sólo para resolver los problemas del País Vasco y Cataluña, se acabó generalizando para todas las regiones. De esta forma, del postulado del pacto implícito, según el cual las nacionalidades históricas renunciaban a la independencia a cambio de ver reconocido su autogobierno, se pasó a la idea de que la democracia es más auténtica si se acercan los centros de decisión a todos los ciudadanos. Se generalizó así la autonomía y se disolvió el «identarismo» de vascos y catalanes. En suma, se había pasado del posible modelo portugués, al modelo alemán de todos iguales, aunque con muchas diferencias. Pero si en 2004 se hubiese cerrado este proceso, completando de forma definitiva la Constitución, probablemente se hubiera logrado la estabilidad del Estado y el frenazo a los nacionalismos.
Sin embargo, como no se cerró el proceso autonómico, los vascos y catalanes volvieron a reivindicar su «diferentísmo» para pedir más autogobierno y así surgió primero el Plan Ibarretxe que fracasó y, más tarde, el nuevo Estatuto catalán de 2006, que se aprobó ampliamente en el Parlamento catalán y de forma más restringida en las Cortes. Como no había límites fijados en la Constitución, el Estatuto catalán osó traspasar los bordes indispensables de la convivencia legal para convertirse más bien en una Constitución. Todo se pudo realizar gracias a la irresponsabilidad de tres gobernantes socialistas que, con sus confusas ideas constitucionales, pretendían convertir un automóvil en un avión. Lo lógico, por consiguiente, es que el engendro se estrellase con la sentencia del Tribunal Constitucional del año 2010, pues tras cuatros años de indecisión, éste no tuvo más remedio que declarar inconstitucionales muchos artículos, así como la propia sustantividad de la norma.
Lo que sucedió después ya es conocido. Por una parte, los nacionalistas catalanes, tras 30 años de lavado de cerebro en las escuelas y con la complicidad de todos los medios catalanes de comunicación de masas, iniciaron su «rebelión» contra el Estado, reivindicando un referéndum de autodeterminación. Si los nacionalistas vascos y catalanes aceptaron que se adoptase el citado antimodelo en el Título VIII de la Constitución, fue porque sabían lo que hacían y es ahora cuando comienzan a recoger los frutos. Por otra parte, para agravar la situación, otras comunidades autónomas han querido emular y hasta superar el Estatuto catalán, demostrando así que la «estupidez envidiosa»se halla muy extendida en España.
Ante la amenaza de este preocupante panorama, recibimos también la visita de la vieja dama de la crisis económica, con su compañera la corrupción. Los nacionalistas vascos y catalanes, por un lado, y el despilfarro y la falta de previsión para el futuro, por otro, han llevado al Estado español a un impasse constitucional de difícil solución.
Hay que decirlo claro y alto: el Estado desvencijado que tenemos es inviable, porque han surgido con fuerza los separatismos, porque es imposible gobernar con una Constitución confusa que ya no rige en toda España y porque no podemos permitirnos una estructura tan cara con sus duplicidades de leyes, de órganos, de administraciones, lo que supone un gasto improductivo imposible de mantener. El Estado de las Autonomías, que pudo tener sus ventajas hace años, es incompatible hoy con el Estado de Bienestar. Los gobernantes actuales, sin embargo, parecen optar por el primero, mientras que los ciudadanos lo que desean en su mayoría es el segundo.
No es fácil, por tanto, encontrar un camino para lograr la convivencia entre los españoles. Pero si existe alguna vía no es otra que la de acabar de una vez nuestra Constitución inconclusa, a fin de que defina de una vez el modelo de Estado definitivo. Resulta una paradoja que España, el Estado más antiguo de Europa, sea incapaz de seguir siéndolo en el futuro. Por tanto, acabar la Constitución, significa sobre todo la reforma profunda del Título VIII, tratando de neutralizar así a los independentistas. Para ello hay que volver al proceso constituyente inacabado de 1978 y concluirlo de una vez. En efecto, hay que comenzar diciendo cuáles son las Comunidades Autónomas posibles en España, suprimiendo tal vez las uniprovinciales. Hay que señalar los órganos mínimos para el funcionamiento de las Comunidades Autónomas que se reconozcan. Hay que decir cuáles son las competencias propias de las mismas y las que sean exclusivas del Estado. Y hay que buscar algún tipo de reconocimiento para que el País Vasco y Cataluña posean un status diferenciado de las otras, buscando para ello el consenso de los partidos nacionales si es que son responsables, antes de que las aguas desborden los embalses. En verdad, todo intento parcialmente reformador del Gobierno es inútil, pues cuando la casa amenaza ruina no es posible evitar su hundimiento, sustituyendo uno a uno los azulejos del cuarto de baño, en lugar de reformar toda la estructura básica del edificio. Pero para lograrlo el presidente del Gobierno tiene que explicarlo ya, porque no hay peor mudo que el que no quiere hablar.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.
JORGE DE ESTEBAN, EL MUNDO 08/01/14