EN EL RUMOR sobre la posibilidad de abrir un proceso de reforma constitucional se echan de menos algunas cautelas que quizás sería bueno incorporar.
Primera cautela: hablamos de una Constitución europeizada. Esto significa que desde 1986, fecha de la adhesión de España a las Comunidades Europeas, el sistema político español se ha ido transformando profundamente, hasta el punto de que ni el poder ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial hacen ya lo que estaba originariamente previsto. Mediante el artículo 93 de la Constitución y, luego, mediante las leyes orgánicas de autorización de la ratificación de los sucesivos tratados europeos, España ha incorporado un acervo jurídico supraordenado a la propia Constitución.
El propio Tribunal Constitucional español lo aceptó con motivo de la Constitución Europea. Esto, por supuesto, puede ser –y debería ser– motivo de reflexiones serias por sus muchas implicaciones, pero para lo que nos ocupa lo decisivo es que cuando se apela a la necesidad de reformar «una Constitución de casi cuarenta años que hay que poner al día» se ignora que esa puesta al día se ha venido produciendo sin parar desde hace 30 años, habitualmente por mayorías amplísimas o incluso por unanimidad mediante la vía adoptada para ello: la presencia de España en el proceso de integración europea. Este proceso de europeización es común a todos los Estados miembros y explica que, aun partiendo de sistemas políticos muy distintos, hoy los problemas fundamentales sean casi idénticos en todos ellos, afectados especialmente por la doctrina de los poderes implícitos desarrollada por el Tribunal de Justicia de la UE.
Por tanto, para reformar el sistema político que verdaderamente rige en España –o en cualquier otro país de la Unión– hay que actuar sobre el acervo y sobre la gobernanza comunitarios, que delimitan las competencias reales del Gobierno de la nación, de los gobiernos autonómicos, de todos los legislativos y del poder judicial, además de otras muchas cosas. Y esto debería llevar a reconsiderar si los supuestos «vicios», «insuficiencias» o «anacronismos» del texto de 1978 en los que con frecuencia se hace hincapié para promover la reforma tienen realmente algo que ver con los problemas que podamos padecer. Una de las competencias cuyo ejercicio de facto se ha cedido a la UE es la de reformar la Constitución como uno quiera, entendiendo por reformar no el hecho de aprobar una modificación, sino la pretensión de que se aplique al margen de lo que digan el derecho y la vocación europeos.
Segunda cautela: si queremos hablar de reforma y no de otra cosa lo primero es saber cuántos reformistas verdaderos hay. La Constitución ha experimentado ya alguna reforma, y es importante entender qué significa para algunos de sus promotores haber prestado su voto afirmativo. Por ejemplo, parece razonable pensar que cuando en 1992 se reformó el artículo 13.2 para incorporar a él las palabras «y pasivo» referidas al sufragio, el voto favorable a la reforma lo fue a la Constitución reformada y no sólo a un texto constitucional que de existir sería el más breve y uno de los más absurdos de la historia, de apenas dos palabras: una Constitución que sólo dijera «y pasivo». Reformar es una actividad que sólo se puede producir sobre el respeto previo a todo aquello que no se cambia, incluidos los propios cauces previstos para la reforma, que junto con lo reformado forma un único bloque completo. Sin embargo, no ha sido esa, ni lo es, la idea que domina la actividad política de muchos de los actores que participaron en aquel proceso, que de inmediato explicitaron su nulo compromiso con la Constitución reformada por ellos mismos, y que hoy piden nuevos cambios.
La cuestión política importante es si se reconoce o no pleno valor jurídico y legitimidad a la norma que existe, puesto que sólo sobre ese reconocimiento se puede asentar una reforma. En nuestro contexto parece prudente, antes de iniciar ese camino, solicitar algún tipo de credencial de reformismo sincero a quienes demandan la reforma: por ejemplo, un compromiso previo, público, explícito e inequívoco con la plena validez de lo que hay y de lo que habría si se llegara a reformar, para clausurar sin ambages la idea de que toda la Constitución opera como una mera disposición transitoria en permanente proceso de inaplicación a capricho de unos cuantos, también llamado derecho a decidir. Y para ahorrarse un ejercicio de enorme desgaste político que no produciría valor cohesivo alguno ni resolvería los problemas de fondo. El principal impedimento a la reforma es la ausencia de reformistas, y ese hecho, y no la propia redacción de la Constitución, ni una supuesta bunkerización de nadie, es la causa principal de la rigidez del sistema.
Tercera cautela: todo puede acabar mucho peor de lo que se piensa. El problema no es sólo que el diagnóstico sobre el sistema esté ignorando su condición europeizada, ni tampoco la ausencia de suficientes reformistas de verdad. El problema es que la reforma se ha planteado en realidad como vía para transformar problemas de partido en problemas de Estado, y eso tiene graves consecuencias. Por ejemplo, la declaración de Granada aprobada por el Consejo Territorial del PSOE en julio de 2013, recientemente aludida como posible base de negociación de la reforma, era básicamente eso, un intento de que España adoptara las contorsiones, las incoherencias, los escorzos y las asimetrías del propio socialismo. Esa declaración parecía ocuparse de España y de sus problemas, pero se ocupaba del PSOE, del PSC y de los suyos. Para evitar su propio conflicto interno el socialismo llamaba a evitar un supuesto «choque de legitimidades» entre el Parlamento o el pueblo de Cataluña y el Tribunal Constitucional (apartado 35.2), aparentemente producido por el sistema del 78 pero realmente debido a su propia responsabilidad política.
SI ALGUIEN SE encontrara tentado de intentar «salvar» al PSOE aceptando como base ese texto, debería antes considerar si desde el verano de 2013 hasta ahora el conflicto territorial socialista se ha atenuado o no gracias a él. Sobre todo porque atendiendo a la doctrina en él expuesta del choque de legitimidades no cabría respuesta al hecho de que el Parlamento de Cataluña o cualquiera que hablara en nombre del pueblo catalán decidiera que no se pusieran las urnas cuando se plebiscitara la reforma, como antes se decidió que se pusieran. ¿Se ha pensado en lo que se haría entonces? ¿O si el resultado en alguna Comunidad fuera claramente divergente del general? Mientras esa doctrina política siga vigente en el socialismo, no tiene sentido reforma alguna. Menos aún elevarla a rango constitucional. Y razones no muy distantes de estas hay también en otros partidos.
Al menos por todo esto, el inicio de un proceso de reforma constitucional, cualquiera, sería en este momento un error político. No un error «en abstracto», doctrinal, sino un error político, es decir un error vinculado a las concreciones del ejercicio del poder que operan realmente en España. Uno puede no tener nada contra las cerillas en abstracto, e incluso entender las muchas ventajas de su existencia, y al mismo tiempo estar en contra de que se prendan dentro de una habitación que huele a gas. España huele a gas y cualquier intento de reforma haría saltar chispas. Hay agendas menos arriesgadas y de mayor provecho nacional al alcance de una mayoría relativa.