Arde Francia, paralizada por un Gobierno que parece haber perdido el control del orden público y sometida al terror organizado de una ultraizquierda que cada noche sopla las brasas de una Revolución que, más de 200 años después de la original, encuentra en la negativa radical a aceptar cualquier reforma que ponga en riesgo el nivel de vida del francés medio la mecha lista para incendiar la calle. Por la mañana, piquetes de sindicalistas levantan barricadas interrumpiendo el tráfico, ocupando rotondas y bloqueando accesos a centros comerciales o industriales. Por la tarde-noche, y al amparo de las manifestaciones autorizadas, grupos organizados de ultraizquierda se lanzan a quemar todo lo que encuentran a su paso, desde las montañas de basura que la alcaldesa Anne Hidalgo ha dejado amontonar en las calles de París, hasta vehículos, mobiliario urbano, escaparates… El objetivo prioritario, naturalmente, son las fuerzas del orden. Es gente más joven, más urbana y más politizada que los «chalecos amarillos” de la Francia profunda, convertidos en encarnación de la ira contra todo lo establecido. Con perfecta estrategia de guerrilla urbana, encapuchados y de negro, juegan al gato y al ratón con miles de policías y con los temibles Brav-M, cuerpo motorizado de intervención rápida. A todos dan esquinazo desapareciendo antes de las cargas, para reaparecer después en grupos muy numerosos en lugares desprotegidos en los que volver a sembrar el caos. “Sin previo aviso, los matones se dispersan y luego se reagrupan repentinamente para multiplicar los disturbios”. Más de 930 incendios se reportaron en París el jueves, con cientos de policías heridos, algunos de extrema gravedad. Grupos de extrema izquierda son los que se han adueñado de París, Marsella, Nantes, Amiens, Dijon, Brest y tantos otros lugares.
Con un Macron superado por los acontecimientos, condenado, o eso piensa mucha gente, a retirar una reforma claramente insuficiente para las urgencias de las finanzas públicas galas, que apenas pretende aumentar de 62 a 64 años la edad de jubilación. Un Macron que se ha visto obligado a aceptar la humillación de solicitar a Londres un aplazamiento de la visita oficial de Carlos III, lo que supone reconocer que París no puede garantizar el viaje real en condiciones de seguridad. Un episodio que muchos han interpretado como una señal más del colapso, del declive general de un país obligado a aceptar reformas drásticas para seguir instalado entre los países punteros de la UE, un país que soporta una deuda pública que ha superado ya los 3 billones, con una desindustrialización galopante (déficit comercial de 160.000 millones en 2022), con pérdida de nivel de vida culpa de la inflación (entre 9 y 10 millones de pobres según el INSEE, el INE galo), con aumento de la pobreza (casi 2,5 millones dependiendo de ayudas alimentarias), con una importante tasa de paro, pero también con aumento de la violencia, con barrios enteros convertidos en guetos de la inmigración en los que resulta arriesgado adentrarse a ciertas horas, con una sanidad pública en declive, con un sistema educativo, antaño viejo orgullo patrio, en caída libre…
Un episodio que muchos han interpretado como una señal más del colapso, del declive general de un país obligado a aceptar reformas drásticas para seguir instalado entre los países punteros de la UE, un país que soporta una deuda pública que ha superado ya los 3 billones y con una desindustrialización galopante»
Los responsables de este en apariencia inevitable viaje de Francia hacia el abismo son varios. Naturalmente que los líderes de los partidos con representación en las Cámaras, que han permitido este clima casi insurreccional por puro interés partidista. Lamentable el papel de la derecha republicana (LR), con parte de su representación jugando a la “revolución”, aunque nada comparable al de Jean-Luc Mélenchon, líder de la coalición de izquierda Nupes (LFI, socialistas, comunistas y ecologistas), ese moderno Lenin que, más que dispuesto a pescar en río revuelto, parece buscar la destrucción del país. Naturalmente, unos sindicatos a los que está afiliado apenas el 9% de los trabajadores y que parecen haber perdido el control de la protesta a manos de esa ultraizquierda, con sus “matones” al frente, dispuesta a echarle un pulso al Estado. “Acostumbrados al sentimiento de impunidad que les ha permitido durante años sembrar el terror en nuestras calles, los matones de la izquierda radical se han embarcado en su siniestro ritual de destrucción. ¿62 o 64 años, qué más da? Su único objetivo es humillar al Estado y derribarlo”, escribía el jueves Trémolet de Villers, editorialista de Le Figaro. Como ocurre en España, la conducta de esa extrema izquierda siempre encuentra plácido acomodo, disculpa puntual en gran parte de los medios de comunicación franceses, por no hablar de la intelectualidad gala. Siempre dispuestos a justificar los excesos de la izquierda comunista, siempre listos para cargar las tintas contra la derecha dura. Una derrota, conviene aclarar, que empieza por el lenguaje. En efecto, la palabra “extrema” solo se aplica a la derecha (así, extrema derecha o ultraderecha), nunca a la izquierda. En Francia, como en España.
¿Es Macron la única alternativa al caos reinante en Francia? Parece inevitable restaurar la autoridad del Estado como primera providencia, devolver al Estado “el monopolio de la violencia física legítima” que decía Max Weber. Con una base electoral compuesta por jubilados muy sensibles a las cuestiones de orden público, Macron podría verse tentado a convertirse en “defensor del orden”, como lo fueron Luis Napoleón Bonaparte en 1848 o De Gaulle en 1968. Nada del carácter de ambos personajes, sin embargo, parece hallarse en el granuja que, en la entrevista que esta semana concedió a TF1 y France 2, fue capaz estando en pantalla de esconder sus manos bajo la mesa para quitarse un costoso reloj de lujo que lucía mientras pedía sacrificios a los franceses. Estamos, como en España, como en el resto de la UE, ante el problema de la calidad de la clase política y la ausencia de liderazgos de peso, líderes morales, no chisgarabís encaramados al poder para lucimiento personal o enfermiza ambición del mismo. Los episodios que está viviendo Francia, con todo, apuntan a una crisis del sistema democrático (sólo un 46% del electorado participó en las últimas legislativas galas), cuyo origen parece estar en la desconfianza radical del pueblo (¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!), en Francia como en el resto de la UE, hacia una clase política que, plena de arrogancia y suficiencia, cuando no desprecio, ha dejado de servir a los intereses generales para centrarse en los particulares de grupo o de partido. Una clase política convertida en simple extractora de recursos públicos.