Javier Tajadura Tejada-El Correo

  • Los cambios necesarios no son los que propone el Gobierno. Lo que hay que reforzar es la independencia del CGPJ y la autonomía fiscal

El Gobierno aprobó a finales de octubre un proyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que contiene cambios muy relevantes tanto en el diseño del proceso penal como en el de la denominada acción o acusación popular. Cabe prever que, dado que el Ejecutivo carece de mayoría parlamentaria, estas reformas no saldrán adelante. Con todo, conviene advertir las gravísimas consecuencias que tendría su eventual aprobación.

El proceso penal se estructura en dos partes: una primera denominada instrucción, en la que se lleva a cabo una serie de diligencias de investigación tendentes al esclarecimiento de los presuntos delitos denunciados; y una segunda, el juicio oral, en la que se practican las pruebas y tras su valoración se dicta sentencia. Hasta ahora corresponde exclusivamente al Poder Judicial llevar a cabo ambas fases del proceso. En la primera, los jueces de instrucción tienen a sus órdenes a efectivos de las fuerzas de seguridad que actúan como policía judicial. Entre ellos destaca la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil, que tiene la misión de investigar el crimen organizado y rastrear los delitos más complejos de España.

La reforma planteada supone reemplazar a los jueces de instrucción por fiscales, atribuir al ministerio fiscal la primera fase del proceso penal. El Poder Judicial supervisaría (mediante un juez de garantías) la instrucción del fiscal, pero sería este quien dirigiera las investigaciones con arreglo al principio de dependencia jerárquica que culmina en el fiscal general del Estado. En última instancia, la reforma supondría que la policía judicial en general y la UCO en particular quedarían a las órdenes del ministerio fiscal.

El Gobierno asegura que en muchos países de Europa son los fiscales (y no los jueces) quienes instruyen los procesos. Sin embargo, la fortaleza de ese argumento decae por completo en nuestro escenario institucional. En España la imagen de autonomía del ministerio fiscal está muy deteriorada. Se percibe como un instrumento al servicio del Ejecutivo que actúa a través de un fiscal general nombrado por él. Y ello además en un momento inaudito en la historia de Europa en la que el fiscal general está imputado por la presunta comisión de un delito.

Para que la reforma del Gobierno tuviera sentido y fuera asumible sería preciso reforzar previamente la independencia del fiscal general. Y no basta, como plantea la reforma en curso, ampliar el mandato del fiscal general a cinco años. Con ello se satisface una exigencia de las instituciones europeas: evitar la coincidencia temporal de los mandatos del Ejecutivo y del fiscal general, pero no es suficiente.

Por otro lado, la reforma limita notablemente el alcance de la acusación popular. En un Estado de Derecho, ninguna persona puede ser juzgada sin una acusación previa. Nuestro ordenamiento prevé tres tipos de acusaciones: junto a la acusación que pueden ejercer los perjudicados directos por el delito y la que puede formular el ministerio fiscal (acusación pública), la Constitución en el artículo 125 consagra la acusación popular, que puede ejercer cualquier ciudadano, aunque no sea víctima o perjudicado por el delito. La reforma del Gobierno tiene un elemento positivo: excluir a los partidos, privarles del derecho a ejercer la acusación popular. Es una medida positiva porque la acción popular de los partidos politiza en sentido partidista los procesos penales. Pero tiene otro aspecto muy negativo y probablemente inconstitucional, porque desnaturaliza la figura: exigir un vínculo o conexión con el hecho que se denuncia. La inclusión de ese requisito es incompatible con la finalidad que la acusación popular persigue, precisamente que cualquier ciudadano pueda ejercer la acusación aunque no tenga conexión con los hechos denunciados.

Por ello podemos concluir que estos dos elementos centrales de la reforma judicial merecen una valoración negativa. Y en todo caso, no abordan la cuestión que nos llevan reclamando con insistencia desde el Consejo de Europa, la reforma del sistema de designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. El CGPJ no fue capaz de consensuar una propuesta y formuló dos diferentes. Una consiste en mantener el sistema actual en el que los veinte vocales son nombrados por el Parlamento. La otra supondría que, junto a ocho vocales nombrados por el legislativo, los otros doce lo serían por los propios jueces. La Comisión de Venecia se pronunció con claridad en el sentido de que esta segunda opción es la única conforme con los estándares europeos en la materia.

En definitiva, las reformas pendientes y necesarias no son las que plantea el Gobierno sino las que refuercen la independencia del CGPJ y la autonomía del ministerio fiscal.