ABC 28/12/16
JAVIER RUPÉREZ, ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
· Con reforma constitucional o sin ella, sería bueno recuperar el sentido democrático de las proporciones: ¿Cómo es posible, por ejemplo, que la Generalidad de Cataluña siga derrochando los dineros de todos los españoles en campañas nacionales e internacionales precisamente dirigidas a destrozar España de todos ellos?
HAN sido los sediciosos separatistas catalanes los que indirectamente han conseguido situar la reforma de la Constitución de 1978 en el primer plano de la propuesta política. Cosa esta harto paradójica, porque los tales sediciosos no quieren reformar esa Constitución sino salirse de ella. O más bien romperla, para dotarse de otra hecha a su imagen y semejanza. De hecho ya llevan tiempo haciendo todo lo posible, y no es poco, dada la pasividad de las instituciones españolas al respecto, para actuar en contra de lo dispuesto en el mismo texto constitucional. Y por añadidura, y para que no quepa duda de cuál es su talante, añadir el insulto a la ofensa: ahí tenemos esos valientes concejales de municipios catalanes haciendo como que van a trabajar el día festivo de la Constitución afirmando, con la libertad que la misma Constitución les confiere, que ese texto no es el suyo, y otras estúpidas lindezas. Como las proferidas por la presidenta del Parlamento Catalán, la investigada por la justicia Forcadell, que asiste impávida al bautismo de una plaza que llevaba el respetable nombre de la Constitución ahora sustituido por el de una poetisa catalana, a lo que parece de algún renombre local. La Forcadell adopta tonos épicos para la ocasión, afirmando que siempre respetará lo que la gente haga en conciencia. No explica bien cómo se conjuga eso con el respeto a la ley pero da lo mismo: los nacionalismos nunca se han distinguido por tener al Estado de Derecho en su ADN.
Aunque, si bien se mira, el mérito de colocar la urgencia de la reforma constitucional en la primera fila de las demandas nacionales no es tanto de los separatistas sino de la inmensa pléyade de bienintencionados bobos que en España pululan, siempre dispuestos a presumir de su capacidad para dialogar con quienes no quieren hacerlo o de explicar que lo que Cataluña necesita –concediendo a los sediciosos la capacidad de representación mayoritaria que los mismos catalanes les niegan– es cariño. Son esos arbitristas de nuevo y dudoso cuño los que deberían refrenar sus entusiasmos dialogantes antes de seguir embarcados en la falacia de que cuentan con el bálsamo de Fierabrás para calmar a la inmunda fiera del nacionalismo radical y cutre, por mucho que afirmen tener en la manga la fórmula para la celebración del referéndum legal/ilegal y con ello calmar los ardores patrióticos irredentos de que sufren mentes tan esclarecidas como las de Mas, Puigdemont, Junqueras, Tardá, Rufián y otros tantos integrantes de la ilustre tropa.
Y si a pesar de todo de reforma constitucional se habla, convendría exigir que se empezara por el principio. Tanto como explicar el porqué de la reforma, el para qué de la reforma y el qué de la reforma. Pocos, si alguno, se han tomado la molestia de emprender ese elemental trabajo, tanto más necesario cuanto que es de sospechar que los sediciosos catalanes muestren poco interés en el asunto –sus primos vascos estarán silentes mientras se les garantice la continuidad del concierto– y los neo leninistas de Podemos, ya lo han dicho, consideran caduco el texto del 78 e imperiosa su sustitución, por otra de perfiles todavía imprecisos. Pero que bien pudiera parecerse a la de la Unión Soviética, de imperecedera memoria. En esas condiciones repetir el mantra de la reforma constitucional como urgente requerimiento para el futuro de la nación española sin más aclaraciones o detalles carece del más elemental de los sentidos. ¿No tenemos cosas más importantes y urgentes que hacer? ¿Cuántos son los españoles que demandan la reforma constitucional? ¿O es que tan mal nos ha ido con la del 78 como para proceder de manera irreflexiva a su cancelación?
Y es que a lo mejor, en vez de pedir su reforma, deberíamos exigir su cumplimiento. Por ejemplo, para que, en virtud de lo dispuesto en el artículo 3 del texto constitucional, los niños catalanes, y con ellos el resto de la población en la comunidad autónoma, pudieran respetar plenamente el deber de conocer el castellano y el derecho de utilizarlo. Por ejemplo, para exigir a los representantes del Estado en Cataluña, es decir, a la Generalidad, que respete lo dispuesto en todo el texto constitucional y en especial en el Titulo Preliminar de la Constitución y en los subsiguientes I, II y III. Por ejemplo, para pedir de la institucionalidad española, es decir, del Gobierno y sus agencias, la puesta en práctica del artículo 155 de la Constitución, aquel que prevé la adopción de medidas «si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España». Dejar caer en desuso tal posibilidad redundaría gravemente en perjuicio de España y de su arquitectura regional, al tiempo que arrojaría una sombra de duda sobre la voluntad del Ejecutivo para, según han jurado o prometido sus miembros, «cumplir y hacer cumplir la Constitución». No hay peor ley que la que no se cumple.
Con alguna buena razón creemos intuir que los escupitajos que los separatistas lanzan contra el 78 –tarea esta en la que están siendo conspicuamente acompañados por el chavismo podemita– tienen el recorrido que incluye su vuelta a la boca del que los emitió. Pero entre tanto, con reforma constitucional o sin ella, sería bueno recuperar el sentido democrático de las proporciones: ¿Cómo es posible, por ejemplo, que la Generalidad de Cataluña siga derrochando los dineros de todos los españoles en campañas nacionales e internacionales precisamente dirigidas a destrozar la España de todos ellos? ¿Hasta dónde puede llegar el despropósito? ¿O es que la hacienda pública, tan justamente celosa en la persecución de sus defraudadores, no puede poner coto a la impúdica utilización de los dineros compartidos para acabar con la casa común? Al final de la historia, y volviendo a la excelente Constitución de 1978, las palabras del poeta siguen teniendo justificado eco: «N’y touchez pas, c’est comme ça, la rose».