EL CORREO 06/07/14
MANUEL MONTERO
· Resulta más fácil imaginar un nuevo mundo que abordar los problemas concretos, que son de diseño más arduo que la utopía salvadora
No es novedad, nos repetimos. En otras épocas pudo también la idea de que los problemas del día se arreglan con cambios trascendentales, que transformen de raíz las bases políticas. En el siglo XIX proliferaron los propósitos constituyentes, con el convencimiento de que reformando la Constitución se acabarían los grandes males. Así, dedicaron ríos de debates sobre la forma de elegir al Senado, imaginando que de ello dependía la eficacia y profundidad liberal, no de la política cotidiana.
La práctica sigue. La crisis la ha convertido en el sonsonete habitual, pero viene de atrás la ambición de cambiarlo todo de golpe, mediante una única decisión categórica que nos mejorará definitivamente. Al principio, años ochenta y noventa, se llamaba a veces a «una nueva transición» o a la necesidad de concluir la «transición inacabada». El requerimiento solía venir de los nacionalismos y de los grupos rupturistas que habían tenido desde el primer momento reticencias con el régimen constitucional. Su sueño de rehacer la Transición escondía su añoranza de que hubiésemos tenido una ruptura y un sistema constitucional muy distinto al que tenemos. La calidad de la democracia no se medía, desde su punto de vista, porque respondiese a la voluntad popular o por la convivencia, sino en función de que se ajustase a sus afanes ideológicos de liberación nacional o de revolución social.
Después, hace unos diez años, las cosas empezaron a complicarse. Floreció de pronto la crítica sistemática a la Transición, descubriéndole vicios de origen y fallas políticas, asociadas a que no había llevado a cabo una venganza punitiva respecto al franquismo. Las que se habían tenido como virtudes de la Transición y de nuestra democracia pasaron a considerarse tachas imperdonables: la voluntad de superar las tensiones del pasado, los consensos básicos y el propio pluralismo quedaron relegados como valores políticos, sustituidos por los deseos irrefrenables de imponer programas y cambiar el pasado. La actitud se extendió en sectores que pasaban por constitucionales. Paralelamente se propagó una especie que distinguía entre los auténticos demócratas y los demás, sospechosos de lesa democracia. Aquellos se identificaron con una suerte de antifranquismo sobrevenido, cuatro décadas después de su tiempo histórico. Era un antifranquismo de salón, un revival desgajado de los riesgos que le fueron inherentes (sustituidos por una autoadjudicada superioridad moral), pero esto no cuenta al respecto.
Con la llegada de la crisis los recelos se generalizaron. Adoptaron una forma peculiar: todo se arreglará con profundas reformas constitucionales. La vida pública española se va convirtiendo en la añoranza de los derechos a decidir todas las cosas, a lo grande. ¿Quiebra la economía, la gente está harta de la corrupción o brotan los rupturismos nacionalistas? El bálsamo de Fierabrás consistirá en profundos cambios en la Constitución, de los que se esperan inmediatos beneficios. En este añorado ‘volver a empezar’ nunca se perciben daños colaterales. Todo saldrá bien, por lo que nos llegará la regeneración, que tiene como componente básico la relegación definitiva del contrario, que habrá de adaptarse a lo que hay.
Valga un ejemplo. El brote de republicanismo que ha acompañado al relevo del Rey –y que no remitirá– asocia la venturosa III República a la auténtica democracia, que en su planteamiento a la fuerza será de izquierdas. Alguno de sus ‘ideólogos’ –perdonen la exageración– planteaba la dicotomía «democracia o monarquía» y sorprendentemente estaba oponiendo monarquía democrática frente a república sectaria, lo que no es la mejor forma de proselitismo. Esas concentraciones de republicanos indignados proporcionarán grandes satisfacciones a sus promotores, pero paradójicamente su republicanismo de guillotina –con la querencia de pasar por la piedra a quien no doble– se ha convertido en una fábrica de hacer monárquicos, en un país que era más bien tibio al respecto.
Lo característico de nuestra condición actual consiste no en que se propongan soluciones para los problemas, sino cambios esenciales en el régimen político como arreglo de todos los males. Los reclamos ‘regeneracionistas’ vienen a veces con un sorprendente aire de improvisación. Véanse así las propuestas de este tipo que llegan del PSOE. Cabía imaginar que los candidatos a secretario general tenían bien meditado su programa, por la profundísima crisis socialista, pero parecen moverse en torno a dos constantes más superficiales: demostrar profundas convicciones de izquierda –querrán llegar al centro social, sobre el que gravita la vida política, haciéndose con el extremo– e improvisar acerca de las cuestiones coyunturales. Así, convierten lo transitorio en categoría, sean las propuestas de aforamiento del Rey o el federalismo asimétrico como medio de aplacar a la fiera soberanista. También respecto a las propuestas electorales: si el Gobierno habla de elección directa del alcalde, el otro sale con que sea a doble vuelta. Introduce de prisa y corriendo una novedad distinta a la lógica de nuestro sistema electoral, sin noticias de que nunca el PSOE se hubiese planteado la cuestión. Hablan para marcar figura. No resulta imaginable que del procedimiento pueda salir regeneración alguna.
El gusto por proponer grandes refundaciones revela pereza intelectual: resulta más fácil imaginar un nuevo mundo que proponer procedimientos para abordar los problemas concretos, que son de diseño más arduo que la utopía salvadora.