MANUEL CRUZ-El País

  • La irrupción en la escena pública de determinados nuevos actores políticos si a algo ha terminado pareciéndose es a un ‘remake’ de una vieja obra, en el que hasta los peores errores del pasado se ven repetidos

Los refunfuñones tienen, ciertamente, mala imagen. Se les asocia con los viejos (y viejas, claro) malhumorados ante la deriva del mundo, en permanente lamento por el mal uso que de su legado han hecho quienes han venido después. Frente a ellos, los indignados vienen asociados a la juventud, y no es que tengan buena imagen: es que su indignación reviste de un manto de épica todas sus reivindicaciones, sean estas las que sean. De hecho, suelen aparecer como quienes aún poseen una mirada moral tan limpia que se enervan hasta el extremo ante los males del mundo, siendo capaces de proponer, frente al reseco egoísmo de sus predecesores, un futuro diferente y mejor para todos.

Pero cuando uno se aproxima a la realidad de las cosas, estas no siempre confirman tan idílica imagen. Sin ir más lejos, los jóvenes que hace poco más de una decena de años gritaban por las calles de algunas ciudades europeas que querían vivir como sus padres no parecían estar reclamando un mundo mejor para todos, sino, sencillamente, no quedar excluidos de los beneficios materiales de los que sus progenitores, según ellos, disfrutaron (aunque no lo hicieran, desde luego, a su misma edad).

Valdrá la pena ir salpicando este texto de advertencias para evitar, en lo posible, malentendidos innecesarios. No entro en la discusión acerca de lo razonable de la mencionada queja porque es un asunto distinto, relacionado con el discurso, el que ahora me interesa plantear. A este respecto, resulta conveniente observar que de la reclamación señalada a la de que son los padres (en sentido amplio, casi metafórico) los responsables directos de la situación que les ha tocado vivir a sus hijos no hay más que un paso. Que algunos transitan con una ligereza argumentativa digna de mejor causa. Así, es también frecuente la acusación de que constituye una responsabilidad de la generación anterior el hecho de que las cosas no fueran del modo que se les había prometido a los jóvenes si cumplían determinados requisitos y se comportaban de una determinada manera (estudiando, aplicándose…), como si la deriva seguida por el mundo en tantos aspectos hubiera estado siempre y por completo en manos de aquella.

Dejemos de lado ahora el reproche de que resulta ciertamente llamativo que algunos de los que portaban las pancartas con tales mensajes (sigo hablando en modo metafórico, espero que se entienda) hayan conseguido, merced precisamente a portarlas y a gritar sus consignas con voz más fuerte que nadie, vivir incluso mejor que sus propios padres. Mucho más importante que esta cuestión —decididamente ad hominem, pero qué menos refiriéndonos a aquellos a los que no se les caía de la boca el término ejemplaridad para denostar a los que entonces estaban al mando— es que hayan alcanzado dicha meta perseverando, con empeño y minuciosidad dignas de mejor causa, en la mayoría de las actitudes que criticaban en sus predecesores. Hasta el punto de que tenemos derecho a sospechar que buena parte de su retórica, henchida de indignada moralina, acerca de la necesidad de depurar la vida pública, escondía el viejo conocido “quítate tú, que me pongo yo”.

Ya tuvimos un primer ensayo general de lo que ahora estamos viendo, cuando algunos de los que habían criticado con fiereza a lo que ellos mismos denominaban “intelectuales del felipismo” aceptaron con entusiasmo ocupar un lugar que, por pura analogía, bien podríamos denominar como “intelectuales del zapaterismo”. De un día para otro decayó la crítica a quienes en el pasado se habían alineado con el poder establecido y los antiguos críticos pasaron a dedicarse, sin el menor rubor, a legitimar al nuevo príncipe, dijera este lo que dijera e hiciera lo que hiciera. De pronto, este último tipo de prácticas, lejos de ser censurables, se convirtieron en la muestra más clara de un decidido compromiso político, de manera que la exhortación de antaño a estar contra todo poder se declaró caducada por completo.

Este primer ensayo general ya estaba señalando el rumbo que iba a adoptar un determinado sector de políticos e intelectuales en lo tocante a la necesaria regeneración de la vida pública de este país. En todo caso, tal vez valga la pena destacar una idea, que me atreví a esbozar en otro lugar (concretamente, en mi libro Transeúnte de la política). Conviene, aunque solo sea de vez en cuando, dejar a un lado la brocha gorda e intentar dibujar con un pincel algo más fino los contornos de lo que sucedió. El rótulo Transición suele utilizarse para designar, casi a bulto, un conjunto de elementos que merecerían ser nítidamente diferenciados. Porque no es de recibo identificar el gran acuerdo histórico y político que significó la Transición con todo lo que vino después, que tal vez se podría denominar posTransición, por más que muchos de sus protagonistas fueran los mismos durante bastantes años. Escamotear esa obvia diferencia a base de recursos retóricos de escaso vuelo conceptual, como es hablar de “élites de la Transición”, no deja de ser una forma como cualquier otra de pretender jugar con las cartas marcadas, presentando como si fueran meramente descriptivas expresiones que contienen una fuerte carga valorativa.

Es sin duda en ese segundo momento posterior al acuerdo mismo que hizo posible la democracia en España cuando se producen la mayor parte de errores, cuando no desafueros (con los del anterior jefe del Estado en lugar muy destacado, por lo que tienen de emblemático), contra los que declaran reaccionar los indignados de 2011. Pero habrá que añadir que la misma relación que acabamos de señalar entre aquel momento histórico y lo que luego se hizo en su nombre se puede establecer entre el 15-M y lo que luego algunos han hecho reclamándose de él. Se ha escrito más que suficiente acerca de cómo la irrupción en la escena pública de determinados nuevos actores si a algo ha terminado pareciéndose es a un remake de una vieja obra, en el que hasta los peores errores del pasado se ven repetidos (nepotismo, sectarismo, hiperliderazgo, amiguismo…). Precisamente por eso, por tanto como se ha escrito sobre el asunto, bastará con recordar el conocido poema Antiguos amigos se reúnen, del escritor mexicano José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años”. Asombra —y produce un cierto vértigo, a qué ocultarlo— que de estos nuevos se pueda decir exactamente lo mismo que los antiguos ya eran capaces de decir de sí mismos.

La diferencia es que los primeros se empeñan en negarlo y prefieren seguir hablando como si fueran inaugurales, a pesar de haber empezado a entrar ya en la edad madura y tener comportamientos bien poco novedosos en todos los órdenes (del más personal al político). Quienes ya han pasado por eso saben que hasta Peter Pan tiene fecha de caducidad, y resulta notorio que a los antaño bellamente indignados se les está empezando a poner la avinagrada cara de refunfuñones. La verdad, no sé si hemos ganado mucho con estos cambios. Y es que, a fin de cuentas, se diría que los refunfuñones de la Transición han sido sustituidos, también en las estancias palaciegas, por los refunfuñones con la Transición.