Regeneración y normalidad

EL CORREO 03/06/14
JAVIER ZARZALEJOS

Con un visible exceso en la comparación, ya hay quienes ven en el reinado del todavía Príncipe de Asturias una trasposición de la tarea a la que su padre tuvo que hacer frente hace 39 años. No se trata de negar la realidad de un sistema institucional que sufre desafección y desconfianza, ni el cansancio de una sociedad duramente golpeada por la crisis, o el escepticismo de sectores importantes de la opinión pública que inculpan a un pretendido ‘sistema’ de sus dificultades. Pero España no es ese país de incertidumbres que el rey Juan Carlos recibió, ni hay una andadura democrática incierta por recorrer; no hay ruido de sables ni tableteo de metralletas terroristas. Europa no es aquel otro mundo en el que aspirábamos a entrar sino una realidad de la que participamos, sin duda, más para bien que para mal. Ya no hablaremos de un Juan Carlos I inaugural y en buena medida desconocido, sino de un Felipe VI a cuyo desarrollo y formación hemos asistido, sabiendo que era el destinado a reinar llegado el momento. Nuestros problemas son de reforma, no de edificación; de claridad de ideas, no de falta de ellas; de lealtad cívica frente al oportunismo de los buscan pescar en el río revuelto de la crisis.

Los que siguen apostando por la destrucción del sistema constitucional, creen que la abdicación del Rey acaba con el sistema de la Transición. En realidad, lo debería fortalecer. Las previsiones constitucionales se han cumplido y la monarquía hace honor a su carácter de garante de la continuidad institucional. Y esa normalidad que proyecta una institución madura tiene su correlato en una sociedad en la que la expresión, saludable o patológica, de la protesta no le arrastra a un radicalismo estéril y desestabilizador.

Posiblemente una de las ideas más lesivas sobre nuestra propia historia es la de ver a España como un caso excepcional y fallido, rodeada de estados y naciones bendecidos por el éxito. Y no es verdad. La pretendida excepcionalidad española no es esa supuesta tara congénita que nos impide vivir en la normalidad. De hecho, la Corona, a la que tantos condenaban al museo, fue la que impulsó la modernización de España, la que ofició la reconciliación nacional, la que apostó como única opción admisible la de hacer de España una democracia como aquellas a la que nos queríamos homologar. Por eso sería erróneo –e injusto con la propia obra del rey D. Juan Carlos– crear una realidad virtual y airada en la que se presente España como un país en el que todo está por hacer; como una sociedad que vuelve a la casilla de salida porque ha destejido todo un entramado institucional, político y jurídico que, sí, con equivocaciones e insuficiencias ha sostenido eficazmente la convivencia de los ciudadanos.

Felipe VI oirá voces que le tentarán proponiéndole buscar su propia legitimación histórica en la excepcionalidad. Hay quien espera que quien acceda al trono en los próximos días sea otro Juan Carlos I, o un ‘rey republicano’, o un Austria tardío, o el epílogo fugaz de una nueva Restauración incapaz de regenerarse. Pero no. Será Felipe VI y su responsabilidad histórica no será ni recrear la Transición ni jugar a resucitar una ‘monarquía hispánica’ de unión de reinos. Tendrá que ‘aconsejar, animar y advertir’, proyectar cuanto hace de él el símbolo de la unidad y la permanencia del Estado, continuar ejerciendo la función integradora de un país plural, mantener a la Corona como una instancia de identificación de lo común. En definitiva, encarnar lo que significa la monarquía parlamentaria y lo que implican los compromisos que los ciudadanos quieren ver en el ejercicio de la jefatura del Estado.

El futuro Felipe VI conoce bien por razones generacionales la profunda transformación que está sufriendo el desempeño de instituciones hasta hace muy poco protegidas por convenciones culturales y políticas muy arraigadas. Hoy esas convenciones apenas se encuentran vigentes en la civilización del espectáculo, en una sociedad hiperinformada que cuestiona todo lo que perciba como privilegio y que somete lo público a un escrutinio intensivo. La Corona es una institución especialmente vulnerable a la demagogia y extraordinariamente sensible al estilo que imprimen sus titulares. El propósito de dar a la institución ese nuevo impulso del que habló ayer D. Juan Carlos como razón determinante de la abdicación revela una percepción clara y humilde a la vez del paso que debía dar en beneficio de la Corona y del país.

Por paradójico que pueda parecer, es la Corona la que ha dado un ejemplo de impulso regenerador. Y se trata de un impulso precursor que habrá de sentirse positivamente más allá de la institución monárquica. La explicación ofrecida ayer por el Rey en su mensaje no deja lugar a dudas sobre el sentido de la abdicación. Hay una profunda pedagogía en ello. El Rey no está ni física ni mentalmente inhabilitado para continuar ejerciendo sus funciones constitucionales. La abdicación es una decisión de orden distinto que, en este caso, sin duda tendrá un componente personal pero que está motivada por el deseo de asegurar en las mejores condiciones la estabilidad y la continuidad en la jefatura del Estado en la persona del Príncipe de Asturias. El tiempo pronto le dará la razón.